Costa Rica cada día está más convulsa. La polarización recorre todo el espectro sociopolítico, se gestan cambios inusitados en las coordenadas políticas, rupturas y realineamientos, tanto en el campo de la derecha, el centro y la izquierda.
La agitación en el panorama político se intensifica, bajo el golpe de los profundos cambios que se imponen en el marco de una crisis capitalista crónica y de un deterioro institucional cada vez mayor, lo que se agudiza desde la aprobación fraudulenta del TLC con Estados Unidos, que tiende a convertir al país en una neocolonia. La rebatiña entre las distintas fracciones de la burguesía- que suele darse entre bastidores- se hace cada vez más visible y virulenta, recurre a los codazos y empujones, en la medida en que se hace más intensa la carrera por hacerse de la mejor tajada del saqueo del patrimonio nacional, los recursos naturales, y la cada vez más inclemente explotación contra el pueblo trabajador, el recorte de sus derechos y conquistas sociales.
El juicio recientemente concluido por el caso ICE-Alcatel llevó a la condena -ciertamente benigna, pero condena al fin- contra el expresidente Miguel Ángel Rodríguez. Mientras sigue en capilla ardiente en la Sala de Casación el otro expresidente, también del PUSC, Rafael Ángel Calderón, sometido a juicio por el caso CCSS-Fischel.
La corrupción es inherente al sistema y al estado capitalista, que promueve la idolatría del “dios dinero”, la ilimitada sed de ganancias privadas, al precio que sea y en contra de quien sea. Si no entendemos esto, no entenderíamos los fabulosos negocios de la guerra, de las drogas, de la comida chatarra y los transgénicos, de la minería a cielo abierto, que figuran junto a la especulación financiera, entre los más lucrativos negocios de este decadente e irracional capitalismo.
Por otra parte, no tenemos ni una pizca de compasión (todo lo contario) por personajes como Rodríguez o Calderón. Pero lo cierto es que no podemos perder de vista tres cosas: la acción del Ministerio Público en ambos casos es una vendetta y una maniobra policíaca-judicial del arismo, mediante su influencia directa sobre el Ministerio Público, para sacar del ruedo a los competidores burgueses que encabezaban el PUSC, y retomar el control del aparato estatal y los grandes negocios corruptos a su amparo, especialmente el botín de las “mordidas” al alero de la privatización y las concesiones de obra y de servicios públicos, consumado luego mediante la inconstitucional reelección de Óscar Arias.
Es grotesco observar cómo José Antonio Lobo, “testigo de la corona” del Ministerio Público, no solo sale librado de todo cargo, sino que mientras se leía la sentencia, ni siquiera se encontraba presente en la sala de juicio, pues ya iba muy orondo montado en el avión camino a New York, por lo que se devela que de antemano conocía la sentencia, y sospechosamente, el Tribunal no le impuso medida cautelar alguna, antes de la lectura de la misma.
Por último, otro elemento que crispa aún más el panorama político, es el hecho de que abundan evidencias de corrupción y tráfico de influencias cuyo epicentro es el clan Arias, tales como el festín de las consultorías del BCIE, la grosera intervención de Rodrigo Arias para pedir favores al exministro de Seguridad Tijerino y el actual Fiscal General, el soborno vulgar y las maquinaciones de Rodrigo Arias junto al actual Ministro Obras Públicas y de Transportes, para subastar a todas costa los muelles del Caribe, las colosales irregularidades en la Autopista a Caldera, la denuncia reciente de propuestas de millonarias donaciones a la Fundación Arias, por parte de un magnate de la empresa canadiense Infinito Gold, así como el recurrente desaguisado del puente de la platina en la Autopista General Cañas.
Definitivamente toda la podredumbre de la cúpula política empresarial (en sus distintas fracciones y colores políticos), no tiene remedio, y cada vez hunde al país más profundamente en la convulsión y el deterioro del tejido social, a menos de que desde abajo se proponga una transformación sobre bases radicalmente distintas, orientada a que el pueblo tome las riendas de su destino en sus propias manos, organizándose autónomamente, movilizándose, y recurriendo a la lucha en las calles.