El sionismo necesita adversarios. Cuando consiga despoblar Gaza, y le falta muy poco, encontrará otros. Necesita enemigos porque cree que solo un enemigo común puede unir a una población de origen tan diverso. La diáspora trajo como consecuencia la aclimatación de los judíos a diferentes pueblos y culturas y el Estado de Israel se fundó sobre una inmensa ola migratoria proveniente de los cuatro puntos cardinales: la
aliyá.En el kibutz se hablaba en muchas lenguas y sobre esta babilónica multitud se levantó una Nación compuesta por muchas nacionalidades, asentadas en un territorio ocupado desde hacía muchos siglos por la cultura islámica. Decir diversidad es poco, más si tomamos en cuenta las muchas corrientes religiosas del judaísmo. Ante tal cantidad de “muchas”, el sionismo acortó camino, redujo, simplificó y al final se decidió por la breve consigna de Isabel la Católica:
una nación, una religión.
Encontrada la solución, faltaba cómo implementarla. Y aquí otra vez apareció un modo rápido y efectivo: la modalidad nazi. Un campo de concentración es la amurallada Gaza, y una solución final el exterminio de su población civil, masacre que el mundo contempla horrorizado, avergonzado de pertenecer a la especie humana.
El ataque de Netanyahu a la antigua Filistea, “justificado” y “proporcional”, según sus propias palabras, es razón de estado totalitario y se reproducirá tantas veces como el mundo tarde en ponerle límite. O aparezca un enemigo más atractivo que Hamas para el misterioso lobby de los Estados Unidos, el gran titiritero detrás del telón de la fe.