El año de 1910, primer centenario de la Independencia de México, fue memorable. Fastuosas ceremonias y fiestas enmarcaron el gran aniversario de la República Mexicana, que contaba entonces con una población de 15.160.369 habitantes.
Como agentes de la memoria oficial, las fiestas patrias de septiembre de 1910 sirvieron para erigir y develar estatuas y monumentos a los héroes de la historia patria.
La construcción de los recuerdos pasados a través de los monumentos no es ingenua. No hay como negarlo: la imaginación cívica que se forma con el desarrollo de los Estados nacionales modernos tiene entre sus objetivos principales encarnar a la comunidad política en un pasado común.
Baste con decir que la enseñanza que los monumentos propician es histórica y «moral»: evocan las gestas del pasado y representan los «valores» que distinguen a los héroes que sacraliza el Estado. Justamente el Paseo de la Reforma, con los monumentos, entre otros muchos, dedicados a Colón, Cuauhtémoc, la Independencia y el Hemiciclo a Benito Juárez, eran ya entonces una síntesis de los episodios constructores de la «comunidad imaginada e imaginaria» llamada México, un libro de historia en bronce, mármol y granito, que se leía al pasear, un homenaje a los héroes liberales que dieron libertad y patria a los mexicanos.
El aspecto simbólico aparece en los ritos sagrados de la nación. Así, podemos figurarnos la noche del 6 de octubre de 1910, cuando en el patio principal del Palacio Nacional en la Ciudad de México se efectuó una “emotiva y brillante ceremonia” que no sólo sirvió para clausurar con magnificencia y liturgia detallada las fiestas del Centenario, sino también un intento oficial para recuperar de una vez a varios héroes que se relacionaban con la gesta independentista de 1810, cuyos restos y cenizas reposaban desde el 17 de septiembre de 1823 en la bóveda de los virreyes bajo el Altar de los Santos Reyes de la Catedral Metropolitana, en espera del gran mausoleo que algunos suponían como panteón nacional.
Bien es sabido que la reconstrucción didáctica del pasado –centrada en la edificación de monumentos perennes o temporales y en actos para recordar gestas o personajes que alentaban el sentimiento patriótico— fue tarea del Estado porfiriano que buscaba su legitimación y se orientó, sobre todo, al culto cívico en una dimensión republicana.
Honrar los despojos y pertenencias sagradas de los héroes-mártires y la ofrenda máxima de su vida en el altar de la patria es una tarea básica para formar la conciencia nacional.
La Apoteosis, proveniente de la Antigüedad clásica, consistía en la posibilidad de los mortales más insignes de ser parte del “Olimpo” histórico y adquirir así pasaporte a la inmortalidad. En una estructura jerárquica como la porfiriana, constituyó una ceremonia cívica de índole oficial y elitista, en la que estuvieron presentes el general presidente Porfirio Díaz y las altas esferas civiles, militares y eclesiásticas de la nación. En las invitaciones para el evento se hacía hincapié en el atuendo de los caballeros: uniforme y condecoraciones; para las señoras y señoritas, vestido de gala. En el mundillo de las representaciones sociales, el ritual cívico se reservó a la gente de alto nivel y de buen ver y se excluyó a los sectores populares.
La crónica oficial de las Fiestas del Centenario no deja lugar a duda sobre los logros del régimen: “Como Roma tuvo a Augusto e Inglaterra su Victoria, México tiene a Porfirio Díaz. Todo está bien en México. Bajo Porfirio Díaz se ha creado una nación”. Es sabido que el Porfiriato fue un régimen de facto, de acusado carácter personalista y autoritario legitimado, al menos ocho veces, por un presunto expediente electoral.
Don Porfirio Díaz permaneció en el poder entre 1877 y 1911, con una sola interrupción de 1880 a 1884. Para sus defensores, el régimen de «la Paz, el Orden y el Progreso» dio sustento al México moderno en su más amplia acepción, aunque sus detractores lo describen como un régimen sanguinario que se erigió sobre el sacrificio de las libertades públicas y la coerción más descarnada a cualquier asomo disidente.
México poseía, hacia 1910, todo un conjunto de ritos ceremoniales, con una fuerte carga simbólica. De suerte que, a pesar de realizarse al abrigo de las miradas ciudadanas en el Zócalo, la ceremonia de la Apoteosis fue magna y solemne y selecta la concurrencia. El Palacio Nacional fue embanderado e iluminado en grande para la ocasión; y los invitados, cultos y distinguidos, se mostraban sorprendidos por el espléndido decorado y los muebles magníficos. La ceremonia se inició —según estipulaba el estricto protocolo oficial— a las ocho de la noche. Las tribunas, los corredores y las galerías se vieron colmadas por más de 10,000 personas, vigiladas por una guardia de honor. El programa mereció ser perpetuado de manera visual y escrita en la enorme Crónica Oficial del Centenario.
Las liturgias porfirianas exigían la existencia material de “altares de la patria”. ¿Qué podría ser más vistoso y enaltecer los sentimientos nacionales, el pasado, los héroes? No es fortuito, pues, que un enorme cenotafio erigido por el arquitecto Federico E. Mariscal, se levantara en el centro del patio destinado para la ceremonia, el cual se techó y alumbró en forma eléctrica –símbolo y realidad del progreso mexicano.
El mausoleo, hecho según órdenes académicas y con un estilo neoprehispánico, consistía en un gran basamento de escalera frontal, cuerpo cuadrado y catafalco superior, en el que se depositaron los restos o cenizas de varios de los caudillos de la Insurgencia.
Al frente se colocó una placa que decía: Patria 1810-1910, y a los lados los nombres gloriosos de los principales héroes del imaginario nacional. En las esquinas del basamento y los ángulos de la plataforma inferior, cuatro braseros daban volumen a la composición. Cada esquina se decoró con un haz de cañas, hachas pretoriales y ocho remates flameros votivos, unidos por guirnaldas de hojas que caían a los lados de la placa y acababan en una flor descomunal de exótica exuberancia.
En la parte superior, un águila mexicana con las alas extendidas descollaba sobre la azotea de Palacio Nacional, entonces aún de dos plantas. Los restos mortales de don Miguel Hidalgo y Costilla, José María Morelos y toda una plétora de próceres insurgentes hacían del monumento, construido con materiales efímeros –madera, hierro, tela y cartón pintado–, una “presencia activa” del acontecimiento.