“Los hombres asilados carecen de poder”. H. Arendt
Nos ha recordado el maestro Arnoldo Mora que no debemos tratar a la juventud como simple sujeto etario; sino, más bien, como portador de una sensibilidad específica. El desempleo, la corrupción, el menoscabo de la infraestructura, la ineptitud del Gobierno para dar salida a los problemas sociales que ha potenciado, en su conjunto, dan lugar a esa emoción que, oscilante entre la incertidumbre y la decepción, constituye su actitud hacia el mundo. El joven corporaliza la percepción de un presente desgarrado por el deterioro.Germinal en el siglo 21, enmascarado dibuja grafitis en las paredes. Habla desde la ira para demostrar su indignación. Reacciona así acorde a la decadencia del espíritu nacional, al abandono de sus ideales constitutivos. Tras su rostro se percibe la exigencia de un ethos cívico-político que le resulta perdido. Su grito visibiliza la necesidad de una remozada acción ciudadana. Ese zagal es, ante todo, activismo del espíritu que aspira a vivir entre los recodos de una existencia que le es confusa y despreciable.
Su imagen a la distancia es aún borrosa, como la figura de una bailarina entre la niebla…hermosa; pero indefinida. Salvándose de las exigencias de buenas costumbres, enardecido decoloniza su espíritu, rompe la continuidad del domino, libera su imagen a través de algún modo propio de existencia que no define.
Desde la imagen se precipita su persona, se constituye en voz apasionada que reacciona ante la incertidumbre de una realidad desacreditada. No crea discurso, no sistematiza su experiencia. No es acción que se piensa, sino que se vivencia. No es portador de un nuevo tipo de civismo; sino demandante de uno.
Su acto es repugnancia del otro, sin alternativa de nosotros, porque no se puede tratar como grupo a quienes se dispersan en la individualidad, ya que en ellos el acto heroico de uno no exalta a los demás; solo se graba en el celular y se sube. No les ejemplifica, no los conmueve al grado de retomar el lugar del detenido. Su protesta se consume en el momento. Su emoción exaltada sin utopía alguna, es peligrosa solo para ellos mismos, pues en su banalidad de individuos abren la puerta al totalitarismo. Observamos, a través de ellos, una acción cívica que, ausente de proyecto, se desgasta en la inmediatez, como lo haría cualquier actividad política que no refiera a un horizonte inequívoco.
La conciencia indignada desprecia la realidad que vivencia, pues, en ella, las imágenes de justicia y legalidad se encuentran desvirtuadas. Se mueve hacia la calle como fuerza pura; exaltación de un alma desorientada que, en ausencia de utopía, expresa sus exigencias a través de anarquía, como resultado de la falta de una estética de bienestar efectivo.
Su protesta solo constituye un paréntesis en la gobernabilidad. Sin ideal que la sostenga, esa interrupción se colma rápidamente con ejecución de poder, y se protege por medio de una vigilancia totalitaria. Por su descuidada complicidad, viciada de popularidad en la red, se ve limitada la libre concurrencia de voluntades y pensamientos, esencia descollante de la democracia.
No es su falta, sino más bien efecto de la ausencia de percepción de relaciones cívicas multidireccionales, ya que el ethos cívico que da coherencia a las diversas conductas ciudadanas, se ha tornado poroso hasta ser irreconocible. Siendo este una condición superestructural que permite materializar, conductualmente, las particularidades del perfil de ciudadano en las que se fundamenta la gobernabilidad y hegemonía, su imagen difusa no le permite entender las implicaciones de la acción impulsiva, pues a los ojos de la conciencia lozana lo político se ha vuelto abominable e inútil.
Por ello, la mayor incidencia del mal gobierno en nuestra vivencia cotidiana no es la de provocarnos indignación, ya por el deterioro social o por el abandono de su vinculación con la gente. Resulta de mayor importancia su incidencia sobre la inteligencia política: la acción impulsiva vacía de contenido, y sobre la vida electoral: el abstencionismo político. Por el contrario, un buen gobierno provoca la percepción de bienestar y progreso evidente referible a realidades inmediatas. Elevando la perspectiva a sensibilidad colectiva, el mayor logro del buen gobierno será provocar aquellas conductas de legitimación que dan prestigio al gobernante de merito….y nos brindan complacencia de vivir en un democracia, imperfecta aún, sin duda, pero abierta al pensar disidente.