Lo peligroso del mal es guardar silencio ante él. H. Arendt
Las convulsiones que padecen los pueblos son responsabilidad exclusiva de sus gobernantes; su profundidad y continuidad son incumbencia del pueblo. Hace ya tiempo que quedo atrás la época del ensueño cívico en la que los gobernantes tomaban café en el mercado y conversaban con el pueblo montados en la “cazadora”.
Perdido aquello por la arrogancia de quienes pretenden gobernar para todos, escuchando solo la voz de los privilegiados, lo cívico no nos genera ya el gusto de la participación festiva, sino disgusto exaltado y desprecio. La belleza de la democracia no se pierde con los años, sino con el pasar de malos gobiernos.Ya la democracia no nos precipita a una fiesta cívica. La otrora vivencia festiva ha dado lugar a una extraña amargura. La política electoral no provoca pasiones encendidas. El civismo nacional ha perdido la capacidad de generar prácticas de participación sin el requisito de justificación alguna, o bien, de alguna alusión excluyente a lo que se da en cercanas latitudes. La fuerza de sus verdades ya no se sostiene. Un argumento es verdadero solo cuando se le comprende sin necesidad de referirse, por oposición, a alguna supuesta mentira.
La convocatoria electoral no logra articular prácticas cívicas coherentes con el perfil de ciudadano subsistente. Nuestra vivencia ciudadana ha perdido la validación autorreferente de sus argumentos. Ya el decir “Oasis de democracia regional”; “Democracia centenaria”, “Suiza centroamericana”, no poseen resonancia; su alcance como motivador de orgullo patrio es muy limitado. Nuestro civismo ha pasado a poseer otra índole.
El grito, el rostro enmascarado, la piedra, son hoy formas de participación ciudadana sustitutivas, de lo que en otro momento la vivencia cívica generaba: colocación de banderas en los techos, estridente pitar de los carros en las calles, confrontación de voces en los parques. Tras el rostro cubierto por la malacrianza juvenil, se percibe la exigencia de un nuevo de Ethos cívico-político.
La conciencia indignada cuestiona y desprecia. Participa sin proponer. Justifica el movimiento de presión, pero no lo constituye. Su espíritu se mueve hacia la calle como fuerza pura; exaltación de un alma irritada, que en ausencia de utopía, expresa su profunda exigencia a través de la anarquía.
Aquel ensueño cívico, Ethos político postrero, provocó que durante 30 años se escapara de nuestra alma la percepción del sutil despotismo, no de alguna persona, sino de intereses económicos ocultos tras nobles apellidos, que hoy vivimos.
Reduciendo la democracia al acto cívico electoral, nunca la hemos entendido. Solo la hemos vivido como ausencia de dictadura; mas la democracia es real solo cuando deja de ser reducida a una simple ilusión electoral. Lo fundamental en una democracia no es la elección de gobernantes, sino la concurrencia de voluntades y de ideas.
La corrección del gobernante, la porosidad en sus decisiones, la consulta permanente, eso que solo se da lugar en la democracia es, justamente, lo que nos hace falta y lo que se reclama con voz indignada.
Es por ello que nuestro espíritu actúa exaltado por la circunstancia, actúa con indignada pasión, sin proponer, por ello mismo, una alternativa. El grito silencia la voz de la razón; el acto momentáneo invisibiliza, por un instante, la necesidad de otro tipo de acción cívica. Fruto de la inaudita grosería de una voluntad que responde solo a lo inmediato, se ha alejado de nuestra vivencia política la argumentación de una utopía. El reclamo del ciudadano se materializa entonces en protesta y desprecio ante lo que es ausencia clara de una estética bienestar efectivo.
Los pueblos entran en decadencia cuando sus gobernantes abandonan los ideales que constituyen el espíritu nacional. Ese espíritu que constituye su imaginario fundante, define su Ethos político específico.
Materializándose a través suyo, de un modo conductual, las particularidades del perfil de ciudadano en el que se fundamenta la gobernabilidad y hegemonía, un Ethos político es propiamente una estética de las relaciones cívicas multidireccionales. Con base en él se valoran los vínculos entre gobernantes, gobernados y leyes. Sobre su base se visibiliza el bienestar nacional efectivo, cuando no menos reconocible a través de la fugaz mirada, sí necesariamente evidenciable a través de argumentos validados por la fuerza de lo que nos resulta evidente.
Es ese Ethos cívico político el que hoy se ha hecho difuso. Se ha abierto así una época de decadencia en el espíritu nacional, donde el orgullo patrio no es efectivo.
Solo un mal gobierno no detiene la decadencia de un pueblo. El mal gobernante descuida e indigna. Por ello su descredito no es solo suyo. Sus pequeños logros, solo son grandes triunfos para un alma empobrecida. La objetividad en la política es tan solo un asunto de poder. La verdad es solo un discurso.