Siempre me llamaba la atención que los rastafari de Jamaica, donde viví con mi familia por tres años, no utilizaran la expresión “nosotros”, sino “yo y yo” (I and I). Al respecto, ahora me doy cuenta que Viktor Frankl (1905-1997) -psiquiatra judío-alemán, sobreviviente de Auschwitz y otros campos de concentración nazi- construyó una clave al respecto con su concepto intimidad. Frankl creía que ser humano es ser-en-relación y lo más íntimo es amar, orar y morir: Decía que las personas no debían ser interrumpidas cuando realizaban esas actividades; en esos momentos había que respetar su intimidad. Pero, tenga cuidado, estimado lector, estimada lectora: conforme al concepto de ser humano en Frankl, intimidad no significa soledad; al contrario, se refiere al más puro acompañamiento, estar en relación con otra u otro como uno mismo, es decir, yo y otro yo, según los rastafari. Pensando así, es imposible amar solo, orar solo o morir solo:
Amar es darse, pero en serio, a veces contra los intereses inmediatos del otro o la otra, pese a sus preferencias, su voluntad, su percepción y su entendimiento: amar no es complacer, tome nota, com (de compartir)–placer; tampoco es “chiniar”, ni es adular; estos son meros egoísmos disimulados o racionalizados, como explican los psicólogos. Amar es decir la verdad, hacer crear, desarrollar y crecer a la otra y el otro, le guste o no le guste.
Orar es lavar la mente y ejercitar el espíritu, para hacer el bien contra viento y marea. Es pedir perdón al errar y ofender; dar perdón al ser dañado y ofendido; es compartir el pan con el prójimo, mediante el trabajo digno, no llenar su mano extendida servilmente, para generar dependencia o sumisión. Es aceptar y abrazar lo infinito inconocible, sin dejar de esforzarse, en cada paso, por conocerlo.
Morir es percibir el canto de los allegados, como hizo Carmen, cuando el alma vuela en dimensiones desconocidas, descartando el cuerpo destruido antes de su tiempo o deteriorado por su tiempo; cuando estos ojos se cierran, para no ver más este rincón del universo, y otros se abren para ver el universo total; cuando estos pulmones cansados dejan de inhalar el oxígeno de este mundo viejo, para que pulmones más vigorosos absorban las primera energías de un mundo nuevo.
Sí, todo eso requiere intimidad: no se puede vivir con las distracciones de varios ni percibir con la algarabía de la muchedumbre, ni disfrutar con la impersonalidad de lo público. Yo y yo se nutre de la privacidad de sí misma: lo cual no implica rechazo de la comunidad; al contrario, genera conciencia verdadera del prójimo, convicción más sólida de cada uno, como los nodos de plomo que las redes de los pescadores deben tener para que se hundan en el mar y atrapen los peces que nadan bajo la superficie.
Al respecto, no necesito escudriñar mi propia mente para decir lo que ya fue dicho mejor por Abbott, hace 127 años, en la libertad, las fantasías y las contradicciones de un sueño: “¡Arriba, no al Norte!, me encanta como una esfinge. Es el martirio que vivo por la verdad de las temporadas en que cubos y esferas se escurren al trasfondo de existencias precarias: cuando la tierra de tres dimensiones parece tan visionaria como la de dos, una o ninguna; no, aún cuando esta dura pared me impide traspasar el horizonte; estas mismas lápidas en que escribo, y las realidades substanciales de Tierra-plana no parecen mejores que el efecto de una imaginación restringida o el tejido incierto de este sueño. . . . (Después) ¡Abajo! ¡abajo! ¡abajo! Descendía rápidamente; y sabía que el regreso a Tierra-plana era mi destino. Tuve una visión momentánea, una última vislumbre inolvidable, de ese monótono desierto que sería mi universo otra vez se extendió ante mi vista. Entonces, la oscuridad”.