«Yo no creo que tenga nueve años, yo creo que debe tener unos doce o trece porque tiene el cuerpillo bien formado.» Así habló el presunto violador de la niña de nueve años que resultó embarazada y cuya situación salió a la luz pública hace algunos días. En esa misma semana, se conoció de otra niña, de siete años, también violada y asesinada en un cafetal de Tres Ríos. ¿Son estas terribles situaciones el resultado de la conducta patológica, de hombres «enfermos» o «fuera de control»? La respuesta es un contundente no; ellas son el doloroso resultado de la condición de vulnerabilidad de las niñas y las mujeres, y de la violencia masculina en contra de ellas. Las situaciones vividas por estas niñas expresan de forma dramática la desigualdad de relaciones entre lo masculino y lo femenino, y muestran una manifestación extrema de dominio, terror, vulnerabilidad social, de exterminio y hasta de impunidad. Es decir, las causas de esta violencia no se encuentran en las características «patológicas» de los agresores, sino en el estatus social de las víctimas.
El abuso y asesinato de mujeres y niñas por razones asociadas a su género es un hecho común en la cultura patriarcal. En Costa Rica, ocurren un promedio de 25 femicidios al año y la línea 911 recibe alrededor de 65,000 llamadas de mujeres y niñas reportando violencia. Sin embargo, algunas autoras plantean que el siglo XX se caracterizó por la exacerbación de una nueva forma de crimen, el cual incluye la tortura, mutilación, violación y asesinato de mujeres y niñas. El recrudecimiento de estos actos ha llevado a Jane Caputi, a denominar nuestra época como la «era del crimen sexual.» Esta era comienza con «Jack el Destripador», el asesino londinense que mató y mutiló a cinco prostitutas en 1888. Según Caputi, a través de él y sus crímenes se establece la tradición de los asesinatos sexuales cuya función es «aterrorizar a las mujeres y empoderar a los hombres.»
La violación y los asesinatos sexuales son, en ese sentido, actos ritualistas de una sociedad patriarcal donde se funde el sexo y la violencia, y se establece una íntima relación entre hombría, dominio y placer. Este tipo de crímenes es la expresión última de la sexualidad utilizada como poder y la constante en ellos es el género del perpetrador: masculino. Como lo plantea Lori Heise: «esta violencia no es casual, el factor de riesgo es ser mujer. Las víctimas son elegidas por su género. El mensaje es dominación: confórmate con tu lugar». Por medio de este tipo de actos, se busca controlar a todas las niñas y mujeres que interiorizarán la amenaza y el mensaje del terrorismo sexual. Así, se le pone límites a su movilidad, su tranquilidad y a su conducta tanto en la esfera pública como la privada. Porque aunque los crímenes son generalmente cometidos contra las más vulnerables, en este caso dos niñas migrantes, el mensaje es para todas.
La violación y el femicidio también están íntimamente relacionados con el grado de tolerancia e impunidad que la sociedad presente en torno a este tipo de violencia. El caso de la niña asesinada tiene que ver con lo irreparable y se trata de una deuda social pendiente. En ese sentido, esperamos que como una forma de honrar su memoria, este crimen no quede impune.
La situación de la niña embarazada es, en muchos sentidos, mucho más dramática por sus implicaciones presentes y futuras. A sus escasos nueve años, no solo ha sido víctima de la violencia sexual, sino de las formas más odiosas de la violencia institucional. Esta niña fue retenida durante tres semanas en el hospital, su pequeño cuerpo utilizado como campo de experimentación médica, para observar la viabilidad de un embarazo en un útero infantil, fue expuesta ante la prensa, le fueron negados sus derechos a la salud integral, establecidos en el Código de la Niñez y la Adolescencia y, finalmente, el PANI intentó negarle su derecho al libre tránsito al impedir su salida del país. Mientras tanto, al presunto violador ni siquiera se le dicta prisión preventiva y sigue moviéndose a su antojo por los campos de Turrialba.
La actuación del Seguro Social y del PANI al imponer la continuación del embarazo es absolutamente censurable e injustificada desde el punto de vista moral, ético y de los derechos de la niña. La niña ha sido dejada en manos de la biología simplemente porque su pequeño cuerpo ya desarrolló la capacidad natural de concebir. En ese sentido, se le trata como una máquina incubadora. La niña, como persona, con una vida real y con derechos garantizados por la legislación nacional, no existe en esta maraña de intereses y violencia institucional. Así, se la abusa de nuevo, se la ata a un destino que no escogió y que ni siquiera comprende, y se la obliga a cargar para el resto de su vida, si es que su cuerpo resiste, con el producto de la violación. ¿En qué nivel de desarrollo humano nos encontramos en Costa Rica cuando una niña de nueve años recibe ese trato? ¿Dónde quedaron la compasión, la ética y la defensa de los derechos de la niñez? Evidentemente nos falta un largo camino por recorrer…