La mala costumbre de curar

Al enfermamos, esperamos que desde la medicina alopática nos acojan y contengan frente a la incertidumbre. A cambio de eso, comúnmente obtenemos una respuesta

Al enfermamos, esperamos que desde la medicina alopática nos acojan y contengan frente a la incertidumbre. A cambio de eso, comúnmente obtenemos una respuesta que deslegitima nuestro dolor y miedo en tanto nos someten a interrogatorios, sobre nuestros hábitos personales, cuyo objetivo final es encontrar nuestra complicidad con el padecimiento.

Como no hallamos alivio ni empatía, buscamos otras opciones; la contrariedad es que este modelo de curación -que parte de que la gente se enferma a sí misma- está presente en prácticamente todo tipo de abordajes médicos en nuestro país. Modelos todos que basan el tratamiento en el binomio dejar-aceptar; esto es, abandonar determinadas prácticas sustituyéndolas por otras nuevas. Eso es un problema porque implica una ausencia de escucha y una sobresimplificación de quien llega como paciente.

Así, la medicina de quienes estudiaron medicina se fundamenta en prohibiciones por lo regular insostenibles; entonces, cada vez más personas recurren a otro tipo de tratamientos surgidos dentro de la llamada “nueva era”. Pero en el intento de hallar algo diferente, la gente acaba quedándose en el mismo paradigma, porque en términos de salud, la medicina “alternativa” viene contribuyendo con una representación de la salud y de la enfermedad típica de la medicina alopática.

Por un lado, la industria alopática se ha caracterizado por una posición esquizofrénica que arrebata a las personas cualquier posibilidad respetable de conocimiento sobre su estado de salud -pese a todos los protocolos, reglamentos y consentimientos informados que, por lo regular, no hacen más que confirmar lo que niegan-; al tiempo que les responsabiliza directa y exclusivamente de haberse enfermado por la ausencia de una vida con “estilos de vida saludable”.

Por otro lado, la oferta de la industria de salud “alternativa” -a pesar de que su mayor atractivo consiste en proponer una visión integral de la salud y la enfermedad-, acaba también revictimizando a quienes acuden a ella al plantear una variedad inmensa de posibilidades de sanación, al tiempo que guiña el ojo advirtiendo la importancia fundamental de que quien desee curarse siga las instrucciones que se le den, todas abundantísimas en prohibiciones.

Así, en ambos casos, la ilusión de la recuperación se sustenta básicamente en el comportamiento de las personas; esto es, entre otras cosas, en cuándo, cuánto, dónde y cómo, coman, beban y se ejerciten.

Si comparamos ambas medicinas, la diferencia viene en los detalles; así por ejemplo, para una el tai chi debería relajar a una persona, y para otra, eso lo harían los antidepresivos. Si esto no funciona, el problema es de quien practica el arte chino o se traga la pastilla.

Culpar a quien tiene una enfermedad no le ayuda en nada;  sí podría hacerlo si, a la par de las indagaciones sobre la etiología de las enfermedades, incluyendo el comportamiento humano, estas medicinas se investigaran a sí mismas en el sentido de plantearse, por ejemplo: ¿Por qué insisten, pese a sus copiosos y comprobados fracasos, en fundamentar la curación en un régimen del cuerpo sostenido a punta de privaciones y solicitudes de sacrificio que va en contra, generalmente, de la voluntad de las personas? ¿Qué es lo que intentan denegar con esta insistencia por controlar los deseos y las prácticas de los cuerpos? ¿Son capaces de ofrecer otras alternativas de curación sin intervenirnos, desde una moral corporal, explotando los fortísimos sentimientos de culpa en los que el judeocristianismo nos entrenó?

Si dejaran de explicar su propio fracaso –fracaso debido en muchos casos a que sencillamente la vida siempre, y casi siempre de sorpresa, acaba arrojándonos hacia la muerte-, depositándolo exclusivamente en aquellas personas a las que, a su vez, diagnostican, ya no podrían cubrir su falta y tendrían que enfrentar su propia angustia originada en las altas probabilidades que tienen de incumplir la promesa de la curación, aún en los casos en los que sus pacientes obedezcan escrupulosamente las disposiciones.

Al no hacerlo y dejarnos toda la responsabilidad a quienes les buscamos procurando un alivio, nos niegan algún tipo de consuelo y consiguen que tras el terrible pasaje de morir, el cuerpo enterrado y quien lo mata, acabe siendo el mismo.

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