En el aula escolar, el maestro plantea lo siguiente: “Se tienen dos cuadrados, uno grande y otro pequeño. Al medir uno de los lados del cuadrado grande, se descubre que mide el doble de uno de los lados del cuadrado pequeño. Si se intenta calcular el área de ambos cuadrados, ¿el área del cuadrado grande será el doble del área del pequeño?”
En un primer intento, algunos niños responden con un sí contundente, pero se equivocan. Si el maestro dobla el cuadrado grande por sus puntos medios, se forman cuatro pequeños cuadrados. El niño puede sobreponer el cuadrado pequeño dentro del cuadrado grande, y descubre por sí mismo, que tiene cuatro cuadrados iguales al pequeño. Se realiza otro experimento: se construye un cuadrado cuyos lados miden tres veces lo que miden los lados del cuadrado pequeño. Nuevamente se hacen los dobleces en el cuadrado grande, y se obtienen nueve cuadrados igualitos al cuadrado pequeño.
“Si los lados de un cuadrado crecen 2 veces, el área crece 4 veces. Si el lado crece 3 veces, el área crece 9 veces. ¿La relación existente entre 2 y 4, es la misma que existe entre 3 y 9? Si los lados de un cuadrado crecieran 5 veces, ¿el área crecería 25 veces?” – pregunta el maestro, insinuando la existencia de un patrón matemático.
Partiendo del supuesto de que el docente ha trabajado con anticipación algunos conceptos previos, tales como el concepto de potencia, el propósito educativo de toda la actividad es lograr que el estudiante “descubra la regla” que se oculta en el problema. Una vez que la descubre, el maestro debe motivar al estudiante para que intente justificar su respuesta. Este proceso de descubrimiento no sucede en forma instantánea en todos los estudiantes. En algunos no sucederá sino hasta que el docente experimente diferentes actividades didácticas alternativas.
Cuando la idea matemática aparece, el objetivo didáctico se ha logrado, y debe documentarse cuándo y cómo sucedió. Si el estudiante ha demostrado conocimiento matemático al resolver un problema en el aula, no tiene sentido aplicar una prueba escrita, que evaluaría por segunda vez lo que ya ha sido demostrado como objetivo logrado. Con el paso del tiempo, se inicia un proceso de desaprendizaje, por el cual las ideas se olvidan. Para evitar esto, conviene que las ideas matemáticas que se hayan logrado gracias a las actividades didácticas actuales, se conviertan en los conocimientos previos de actividades futuras, que plantearían problemas más y más complejos.
Supongamos que un estudiante universitario aplica un examen corto de cálculo diferencial, y supongamos que no logra responder el problema planteado. Entrega su examen en blanco, sale del aula, y mientras camina por el pasillo, de pronto se le ocurre una posible forma de resolverlo. Toma una hoja de papel, hace algunos cálculos, y descubre para su desgracia, que aunque acaba de resolver el problema, su razonamiento matemático ha llegado muy tarde, pues la evaluación tradicional no se apiada de nadie. La prueba escrita, se parece a una fotografía, que captura una imagen fija de la inteligencia, retrata solo un instante en el tiempo. En cambio, la evaluación cualitativa, es semejante a un video, que refleja la totalidad de algo en movimiento.
La verdadera evaluación es un proceso que debe darse al mismo tiempo que la actividad didáctica. La evaluación tradicional se hace a posteriori de la actividad didáctica, y no hace más que duplicar los resultados ya conocidos en la evaluación del proceso cotidiano, aumentando los costos educativos en elaboración, reproducción, aplicación y calificación de exámenes. La educación matemática debe construirse sobre proyectos de investigación de problemas de aplicación práctica, evaluados con registros anecdóticos, rúbricas analíticas y listas de cotejo. Esto le permitiría al docente observar objetivamente cuál ha sido el verdadero desempeño del estudiante durante el proceso educativo, y a su vez, permitiría al estudiante observar el valor práctico de la matemática, cuando ésta se aplica en su contexto.