Durante las últimas décadas, los costarricenses hemos sido testigos de la más profunda transformación en nuestra sociedad, cuyos resultados vemos hoy; probablemente con más pena que con satisfacción.
Dos verdades absolutas y en apariencia incuestionables, aunque ampliamente desacreditadas, han sido impuestas a la brava, por una nueva generación de líderes nacionales, “obligados” por la globalización del comercio mundial, y una ceguera ideológica que asegura que:
a) Todo lo que hace el Estado está mal. b) El Estado no tiene plata para hacer nada.
Basados en estas premisas, su función ha sido impulsar el desmantelamiento de un Estado, que en algún momento histórico necesitó ser muy fuerte, para asegurarse el bienestar de las mayorías, pero sobre todo, para garantizar una sociedad: solidaria, más justa, inclusiva y equitativa.
En el caso costarricense, cuando hablamos de: ICE, CCSS, CNFL, AYA, UCR, ITCR, banca estatal, RECOPE, INVU y otras instituciones, a pesar de sus problemas y fallas, no podríamos catalogarlas exclusivamente, como un ejemplo de ineficiencia estatal, derroche o despilfarro de recursos, ya que solo quien no quiere ver, negaría su aporte al progreso nacional.Basta darse una vuelta por algunos países de la región o conversar con los miles de inmigrantes en nuestro terruño, para constatar que no siempre las intervenciones estatales son malas, como algunos pretenden obstinadamente hacernos creer. Pero más que eso, al comparar nuestros indicadores en variables como: desarrollo humano, cobertura médica en hospitales y con profesionales de primer orden, electrificación, servicios telefónicos baratos y accesibles a todos, respeto por los derechos humanos, solidez democrática, y la existencia de quizás la mayor clase media en toda Latinoamérica en proporción a la población del país, comprobamos que una mano no tan invisible ha contribuido ampliamente al desarrollo de nuestra sociedad.
Ahora bien, las verdades absolutas mencionadas, han dado como resultado una lógica “simple” y al parecer inatacable, la cual sus impulsores resumen más o menos así:
Si el Estado todo lo hace mal, démosles sus funciones a quienes lo “hacen bien”, y si además no tiene la plata para hacer nada, entonces acudamos a quienes la tienen. Pero si los que “tienen el dinero” no se quieren arriesgar, entonces les financiamos.
Resultado: gobernar se convirtió en una piñata, que cuando revienta, pocos son los invitados a recoger sus jugosos confites, entre los que sobresalen: los contratos leoninos e interminables para el Estado, las concesiones de espanto, el aval para destruir los recursos naturales a proyectos considerados de “interés nacional”, la apertura por la apertura en campos estratégicos y jugosos, para que unos privilegiados vengan a montarse en la infraestructura que tomó décadas edificar, el tráfico de influencias a más no poder, y por supuesto que no podían faltar los escándalos de corrupción que nos tienen en boca de media humanidad, no necesariamente por ser un país de paz y de bosque lluvioso. Pero quizás, lo más lamentable es el surgimiento de una nueva generación de políticos serviles y oportunistas. Bufones con lealtad absoluta hacia sus líderes y no hacia su país, quienes ante el menor cuestionamiento de estos: alzan la voz, patalean, berrinchean, y de lo único que saben hablar es de los grandes logros de sus mentores, jamás de sus horrores.
Es por esto que nos urge una profunda reflexión sobre el futuro de nuestra patria, ya que debemos reconocer que todos hemos contribuido para llegar donde estamos. Nuestro sagrado derecho al voto tantas veces irresponsablemente ejercido, junto a nuestra marcada indiferencia por la problemática nacional, en donde pareciera que nada nos importa porque todo nos da igual, finalmente han terminado por pasarnos la factura, y esa actitud es felizmente aprovechada por los que tienen un solo objetivo: seguir esperando que como maná del cielo, caigan los sabrosos confites de la gran piñata.