Durante las últimas semanas hemos presenciado un impresionante estallido de protestas a lo largo y ancho del mundo árabe, cuyo desenlace ciertamente es imposible de determinar.
Lo que empezó en diciembre pasado en Túnez, como un movimiento pacífico de protesta que exigía la renuncia del dictador Ben Alí, se ha ido extendiendo como un reguero de pólvora a sus vecinos, en especial a Egipto, Argelia, Yemen, Bahrein y Libia, donde la reacción del gobierno del delirante Gaddafi ha sido brutal y sanguinaria, y ha hecho palidecer la represión del régimen autoritario de Mubarak en Egipto.
Este movimiento no ha distinguido entre aliados de EE.UU. como Mubarak y enemigos de Israel, como Libia, y su denominador común ha sido la presencia en todos ellos de jóvenes conectados a redes sociales como Facebook y Twitter, que exigen más democracia y libertad, y la ausencia de un fuerte movimiento religioso islamista al estilo de la Revolución Iraní de 1979, como muy bien lo subraya mi estimado colega filósofo argelino y amigo Nacer Wabeau en un reciente artículo publicado en el diario La Nación, donde incluso califica a estos movimientos como “postislamistas” (La Nación, 20/02/11).La lectura de Wabeau, un conocedor de primera mano del conflicto, en principio nos debería llenar de optimismo y esperanza a todos aquellos que hoy en día creemos que la democracia como régimen político es inseparable de la laicidad y que la religión debe estar separada del Estado y de la toma de decisiones políticas. Sin embargo, también debemos tener claro que la actual correlación de fuerzas no garantiza que en todos estos países se fortalezcan los regímenes laicos.
Como señalaba el recientemente fallecido filósofo político Claude Lefort, la característica esencial de la democracia es la incertidumbre. Aunque minoritarios, los partidos islamistas en la región cuentan con una organización sólida construida a lo largo de muchos años, que al final de cuentas puede resultar siendo muy ventajosa en una situación de caos, pues su imagen de garantes del orden y la estabilidad no deja de ser atractiva para muchos. Esto es especialmente preocupante en el caso de Egipto, por la enorme importancia que tiene este país en el mundo árabe. Por eso, podemos decir que lo que pase en los próximos meses en Egipto marcará el futuro de toda la región.
No podemos saber cuál será el futuro de Egipto y del mundo árabe en general. Sólo podemos esperar que en esta región se dé una transición pacífica y ordenada hacia regímenes que no sólo sean laicos sino realmente democráticos, sin dirigentes vitalicios como Mubarak, ni “Líderes Supremos” mesiánicos como Gaddafi, pero que además promuevan la paz y la prosperidad en todo el Medio Oriente, lo cual debe incluir, como señala Wabeau, una pronta solución al aún pendiente conflicto entre palestinos e israelíes que tome en cuenta las legítimas aspiraciones de ambos pueblos a vivir (y convivir) pacíficamente.