La rosa de Saint-Exupéry

Un día de octubre de 1988, un pescador de Marsella, al vaciar su red en el puerto, halló entre los peces un bulto brillante

Un día de octubre de 1988, un pescador de Marsella, al vaciar su red en el puerto, halló entre los peces un bulto brillante formado por un tejido «calcinado y petrificado» que, según especialistas, parecía estar compuesto de fragmentos de un buzo de aviador del tiempo de la Segunda Guerra Mundial. El envoltorio contenía una pulsera plateada que tenía grabados, además de la dirección de un editor neoyorkino, dos nombres de leyenda en la historia literaria: Antoine y Consuelo. Se trataba de la esclava que debió haber llevado puesta Saint Exupéry el día de su muerte, el 31 de julio de 1944, durante un viaje de reconocimiento en el que intentaba fotografiar las defensas alemanas en Normandía. Un piloto enemigo derribó su avión sobre el Mediterráneo. Su cuerpo nunca apareció. Los restos del Lightning P38 que pilotaba habían sido localizados en 1946 y rescatados en 1949.

Así, a pasos lentos y largos, se iba aclarando una muerte que durante muchos años había sido un misterio. Parece como si desde algún lugar lejano y desconocido el inolvidable autor de Vuelo nocturno y El Principito fuera enviando sus últimos mensajes, ya que como él había dicho, las personas mayores “siempre tienen necesidad de explicaciones”.

El nombre de Antoine se seguirá recordando gracias a que El principito se ha traducido a más de 250 idiomas y dialectos, y es el libro más vendido de la historia después de La Biblia y El capital. ¿Pero qué de Consuelo? Consuelo Sunsín era la esposa, la musa, la rosa de El Principito, aquella flor “única en el mundo” porque era su flor; una mujer de la que él confesó que nunca vería “cualquier cosa más” aparte de sus ojos. Pintora, escultora y escritora salvadoreña, menuda, bonita y vital, bohemia y manirrota, Antoine la conoció en Argentina, divorciada de un primer marido, ex amante de José de Vasconcelos, viuda de Enrique Gómez Carrillo y heredera de su fortuna. Todo eso con solo 29 años. Antoine tenía uno más. Verse y amarse fue todo a la vez. Vivieron entre rupturas y reconciliaciones porque él, a quien la fama volvía atractivo para las mujeres, no desdeñaba las aventuras: ni las de aire como piloto ni las de tierra como seducido o seductor. Y en cuanto a ella…pues… tampoco es que se privaba. Al fin y al cabo, como él decía, ella era “un hada con alas doradas”, ¿y quién, con alas, no se atreve a volar?

En El principito, él la describe como “conmovedora”, “muy coqueta”, “no demasiado modesta”, “vanidosa”, “ingenua”, “mentirosa” y “suspicaz”. Por eso él, “a pesar de la buena voluntad de su amor, muy pronto dudó de ella”. Consuelo, por su parte en su obra póstuma Memorias de la rosa, describe a Antoine como egoísta, infantil, cruel, negligente, avaro y derrochador. También pronto dudó de él, porque se dio cuenta de que “ser la esposa de un piloto es un oficio, ¡pero serlo de un escritor es un sacerdocio!”. Sacerdocio conflictivo sobre todo para alguien como ella, a quien André Maurois llamó “Sherezade”, por su habilidad para improvisar cuentos “llenos de fantasía e imaginación”. Hay un pasaje en El principito, en que este dice de su rosa: “¡No supe entonces comprender nada! Debería haberla juzgado por las acciones, y no por las palabras. Me perfumaba y me iluminaba. ¡Nunca debí escaparme! Hubiera debido adivinar su ternura detrás de sus pobres astucias. […] ¡Pero yo era demasiado joven para saber amarla!”. Separados por la guerra, él en Francia, ella en Nueva York, se escribieron cartas. Las de él, reconociendo el gran significado que ella tuvo en su vida; las de ella no pudieron ser enviadas debido a la ocupación de francesa por los nazis.

Muerto el esposo, ella, según se dice, desapareció de todos los libros que se publicaron sobre él y murió en el olvido en 1979, cuando el asma le pudo. Y aunque esta parece una historia de amor frustrado, quiero creer que la esclava de plata que él llevaba puesta el día del derribo, aparecida tantos años después, es un mensaje. El mismo que le dio el zorro al principito: “Lo esencial es invisible para los ojos”.

 

 

 

 

 

 

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