¿Tiene el cuerpo de una persona soberanía, soberanía que protege su territorio corporal y psíquico? En palabras más directas, ¿tenemos libertad total de hacer con nuestros cuerpos lo que queramos hacer, o hay límites? ¿Quién los pone si los hubiera?
Acotemos. La soberanía de Dios es indiscutible, sus designios hasta el día de hoy se nos muestran inescrutables. Lo que hacemos es establecer sociedades de convivencia, reflexión constante que revisa prácticas y valores, relaciones humanas para vincular un orden armónico de intenciones que consideramos indispensables para la continuidad de la especie humana, el animal que se acredita los dones mayores de la creación.Podríamos conjeturar que los seres humanos han creado la idea de Dios como un medio para no asumir el destino de su libre albedrío, sus actos y las consecuencias que estos siempre traen. Se puede tener o no tener creencias sobre si Dios existe o no y cómo se argumenta en ello, lo que no se puede es escapar a la conciencia de nuestros actos, porque aunque se los ocultemos a otros, nosotros siempre sabremos lo que hicimos.
Si el soberano, que está por encima de lo demás es un cuerpo colegiado que decide, plural, que propone y dispone las reglas del juego en la vida social y la interrelación que se da entre las personas, ¿dónde queda la voluntad del individuo para darse su lugar y hacer que se sienta su pensamiento y acción? Habrá variables, sí, habrá consecuencias, definitivo.
La carga biosocial es compleja cuando se habla de sexo y reproducción, de que mi cuerpo es mío y solo mío y yo soy la única persona que puedo decidir sobre él. Pudiera ser. Detrás podemos auscultar un principio de placer y de dominio sobre dicha geografía corporal.
Esta soberanía se daría gobierno propio y haría una subdivisión de poderes para su mejor administración, solo que este cuerpo humano no es un cuerpo social colegiado, como la suma de los otros cuerpos individuales del conjunto que terminarían dándose su política de administración, sus códigos y normas a cumplir, parafraseando la libertad sin logros históricos y sociales con tal de que cada uno vaya por el mundo haciendo lo que le venga en gana sin tomar en cuenta al otro, a los otros y otras. Mi soberanía frente a la del otro. Yo tengo el poder de decisión, el otro también. ¿Cómo vamos a convivir y a vivir sin llegar al exterminio?
El derecho natural nos llevaría al extremo de no respetar a los demás, los demás constituirían un obstáculo para mi libre albedrío y la libertad de acción que me es natural, soy libre. ¿O no soy realmente independiente y libre?
Aquí es donde se impone el contrato social inclusivo respetuoso de la vida, no el sexista.
Nos vemos en ruta a revisar el pasado y atender el presente, con salvaguarda del futuro. Quisiera tener el control absoluto y no mediado de mis recursos corporales, intelectuales, psíquicos, emocionales, económicos, morales, éticos, espirituales., pues mi cuerpo es mi materia prima, la riqueza que atesoro para disponer de sus réditos me pertenece, es para mí beneficio. El alma estaría en otro plano.
Podríamos concluir que yo soy quien define mi política de vida. El problema es que vivimos en sociedad, un soberano de mayor rango que es quien dicta las normas a seguir para mantener flexible un equilibrio básico.
¿A quién obedecemos, al principio natural que nos parece correcto, o al Estado con sus normativas de acatamiento obligatorio? Siempre hay fisuras por donde colarse y alegar en beneficio de nuestra libertad.
La disyuntiva se presenta en el qué y el cómo, en quién toma la decisión final. Eso lleva largos procesos y tiempo para que la época no propicie caos, sino una justicia balanceada en beneficio de la unidad social que conforman los seres humanos en sus diferentes estadios culturales.
Es más que un contrato social de derechos y obligaciones, es qué queremos como sociedad, bajo qué principios materiales y espirituales, hacia dónde nos proponemos avanzar en términos de una civilización que construye otra propuesta de prototipo humano.