La solidaridad que nos separa

En el marco de la recién celebrada democracia, no está de más considerar algunos aspectos de tan laureado concepto. Concepto, puesto que muchos saben

En el marco de la recién celebrada democracia, no está de más considerar algunos aspectos de tan laureado concepto. Concepto, puesto que muchos saben qué rasgos la definen, pero que muchos también ignoran sus alcances. Pocos, sin embargo, saben reconocerle plenamente, mientras muchos la confunden sin saber en qué punto es, o deja de ser.

Pero eso es otra discusión; la distinción teórica entre democracia real y democracia ideal tan sólo es un conjunto de supuestos. Lo que sin duda existe es la institucionalidad de entes de gobierno que manejan ciertos intereses denominados públicos. Y en la base de todo ello yace el componente axiológico que ha de soportar la idea de la democracia, como concepto.

Valores como la honestidad, el trabajo, la integridad y, por supuesto, la solidaridad, son elementos infaltables de ese esquema que cimienta la idea del interés público (llámesele bien común) y del concepto de democracia. Debe ponérsele especial énfasis al último –la solidaridad. Tal vez sea este el principal valor fundacional de cualquier idea de convivencia colectiva y, no en vano, son muchas las voces que claman por la apropiación real (no ideal) de este.

Desde el punto de vista semántico y etimológico, solidaridad, del latín in solidum (sólido, cohesionado) refiere a una característica ética y moral de los humanos, por cuanto se conecta el vivir personal al del otro. Pero, ¿quién es el otro? Observado del agobiante individualismo que absorbe a la sociedad, ¿qué beneficio implica solidarizarse con el otro?

Para responder a estas interrogantes de forma superficialmente sencilla sería suficiente decir: aquel que no sea yo, y, ninguno, a menos que exista un incentivo en hacerlo. Tristemente, este es el esquema mecánico que se ha implantado en la sociedad moderna, y sólo pocas naciones escapan a ello. La vida transcurre encapsulada en medio de egolatría y egoísmo. Aun pudiendo ayudar, la indiferencia materialista desincentiva cualquier intensión solidaria.

Sin embargo, ¿hasta dónde llegará esto? ¿Está la sociedad destinada a regirse por las leyes del más fuerte, del más apto? O, por el contrario, ¿será posible revertir este cauce individualista que carcome el corazón de las sociedades?

La democracia, como concepto, es consecuencia de una confluencia de principios éticos y humanistas. La democracia, como se práctica actualmente, carece de relación causal o necesaria con la solidaridad. No hace falta interiorizar al otro, conectarse con él, para sostener un puñado de instituciones que vigilan y resguardan el interés público. Para lo que sí hace falta es para condensar ese entramado institucional en una colectividad éticamente superior, que dé forma a una democracia social, ya no de concepto.

Últimamente se ha profundizado esta debacle de la solidaridad, en favor de un individualismo social y económico que pone los pelos de punta. Figuras políticas abogan ya no por principios dogmáticos de sus respectivas “ideologías” (si se les puede llamar así), sino por un abandono gradual y constante de cualquier remanente solidario que pueda quedar todavía en las personas. Estos buscan concretar una sociedad vacía, “llena” sólo de ideales falsos, de líneas motivacionales cliché, y de individuos dispersos, vaciados éticamente, ofreciendo la compensación monetaria como fin.

La solidaridad no depende una forma de Estado u otra; la solidaridad define un tipo de sociedad. Al contrario de la tropical realidad costarricense, no importa si se es de derecha o de izquierda, el ser solidario es un principio ético que desconoce ideología y se fundamenta en el humanismo. Mucho Estado o poco Estado resulta irrelevante, lo importante es cuánta solidaridad exista en la sociedad.

Así, la ausencia de solidaridad solamente deja en evidencia un individualismo hueco y pretensioso que busca sustituir la ética y la moral con promesas de estatus y poder. La solidaridad, entonces,  corre el mismo riesgo que a través de la historia ha corrido la democracia -como concepto-, de convertirse en discurso: instrumental, vacío e irrelevante.

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