Hoy, hay debates que dejan ver hasta qué punto los términos laico-laicidad-laicismo se pueden entender de maneras muy diversas y no siempre correctas. Se capta por ello, desde la negación de una ideología oficial, hasta la libertad de pensamiento y opinión (por tanto, deja el espacio libre para la afirmación religiosa y la expresión libre del que dice creer), pasando por los extremismos insanos que miran en el fenómeno religioso una realidad a ser combatida (por tanto, se reduce a una dimensión ni siquiera equiparable a lo ético, estético, lúdico, metafísico o utópico).
El peor de los laicismos, aun en contextos en que la actitud religiosa es compartida por la gran mayoría ciudadana, impone sus puntos de vista, discrimina, desacredita y ridiculiza. Anclado en las actitudes antirreligiosas de otros tiempos, agresivos y generadores de infinidad de testigos radicales de la “martyría”, este laicismo no ha logrado enterarse de todo cuanto se ha andado en la ruta de la convivencia entre individualismo republicano y comunitarismo social, libertad y respeto, cultura de la inmanencia mundanal (“mundo” en clave joánica si se desea) y cultura de la trascendencia religiosa (que tantos valoran y hacen suya o, al menos, respetan).El hombre hoy es mirado como un ser abierto y, libremente, ha de elegir entre dos rutas: de cara a Dios con lo que ello implica, o bien, de cara al mundo con lo implicado en ello también.
Para quien opta por la primera opción el hombre no “es” ni sólo “existe”, ni cree que el código penal sea la única norma y límite, ni que el bien o el mal depende del gusto de cada quien. Quien tiene en su horizonte vital a Dios se resiste a toda visión que niegue la dimensión social y pública de la fe. Esto es, que le deje con su anhelo castrado por una especie de “totalitarismo de las conciencias”, en el decir de Habermas.
Fe e increencia tienen, pues, su dimensión social. La primera hace ver lo que es y poco a poco se purifica, ayudada por la razón, de ciertas formas arcaicas o pretensiones pretéritas. La increencia –en su ámbito- debería hacer lo mismo y, además, un cierto examen de conciencia de sus logros y malogros del siglo XX e incluso, una evaluación seria de los frutos de las secularización en este mundo de hoy que, en su pérdida de norte, me parece, no es tan feliz como debiera.
Que en el marco de un centro de estudios no se resignen los creyentes a dejarse arrinconar, me parece justo. Que los deseen reprimir de alguna forma, me parece inadecuado y poco respetuoso (un exceso de la increencia en su presencia social). Que el que no desea mirar o no le parece algo de lo que los primeros aman hacer, mire en otra dirección o, sencillamente, no asista, me parece ideal y al final, todo mundo en paz.
De manera que una actividad de reflexión teológica, una celebración litúrgica en el campus o una experiencia de vivencia de religiosidad popular entre universitarios me parece, cualquier cosa, menos un ataque a la condición laica de la UCR. Todo lo contrario, es acentuar el derecho a expresarse de cada quien a nivel individual o colectivo. Y esto, ciertamente, es derecho de todos, creyentes o no (limitar el derecho de unos exigiría hacer lo mismo con el de los otros).