Respondo al artículo “Oposición política juega de casita”, de César Parral (Semanario Universidad, edición 1809). Omito comentar sus reflexiones respecto de los partidos políticos, de cara a las elecciones de febrero de 2010.
No obstante, como funcionario electoral, me parece oportuno reaccionar a tres afirmaciones que, si bien son tangenciales en su argumentación, ameritan respuesta por el alcance de su contenido.
En primer lugar, dice Parral que los partidos de oposición pierden el tiempo organizándose de acuerdo con leyes electorales que, lo que llama “la derecha”, ha irrespetado e irrespetará en el futuro.
En su desprecio por la legislación electoral -llamándola jueguitos electorales- podría colegirse la tesis de que esas leyes deben obviarse y que, espabilarse en la lucha política, pasa por suponer que el contrario urde el fraude y que, para no quedarse atrás, uno debe hacer lo mismo.
En segundo lugar, el articulista señala que de cara al proceso electoral que inicia -lo llama “circo electoral”- no confía en los partidos de oposición, pues no defendieron “la victoria en las elecciones de 2006” y no denunciaron que “todo el proceso del referéndum fue fraudulento”. Las votaciones de 2006 y 2007 no fueron fraudulentas.
Las mentiras no se convierten en verdad por más que se repitan. Falta a la verdad, cuando afirma que el TSE “nunca explicó que pasó con las famosas 700 mesas con irregularidades”. Todas las demandas de nulidad fueron resueltas en sentencias fundamentadas antes de la declaratoria de elección. Todas fueron publicadas y están a disposición de la ciudadanía en la página web de la institución.
En el XIII Informe del Estado de la Nación, una investigación detallada sobre las acusadas “anomalías” en las elecciones de 2006, concluye: No fueron 700 las mesas con algún tipo de inconsistencia sino 416 (de 6163 en todo el país) y, de estas, sólo 233 relacionadas con la elección presidencial. No hay un patrón geográfico en las mesas cuestionadas ni en su integración partidaria, como tampoco en el resultado de la votación en cada una de ellas, que inclinara la balanza a favor de un partido.
Aun cuando se hubiese adoptado “una medida extrema, como anular todas las mesas con inconsistencias, el efecto en el resultado final de la votación habría sido nulo, pues se habrían anulado 24,176 votos del PAC y 25,277 del PLN… la diferencia entre ambas agrupaciones se habría reducido tan solo 1,101 sufragios”, sin ningún efecto relevante, pues la diferencia entre Arias y Solís fue dieciocho veces esa cantidad. La anulación de esas mesas, además, habría violentado el artículo 142 del Código Electoral y derechos fundamentales de miles de electores, de diferentes partidos, que votaron en esas juntas.
En el Informe XIV del Estado de la Nación, dedicado al análisis del referéndum, se reitera la transparencia y pureza del proceso: “como ha sucedido desde 1953, el resultado electoral reflejó las preferencias ciudadanas… en un escenario de alta crispación política…”. Pero nada de esto pondera Parral. La evidencia carece de interés cuando la convicción es tan íntima que, allí donde anida, no entra otra luz que no sea la del juicio propio ni otra voz que no sea el eco de sus palabras.
En tercer lugar, asoma la amenaza abstencionista: “si no hay alianza, no hay voto”. No se trata acá del ensayo sobre la lucidez, que en Saramago tiene que ver con la dignidad humana y su libertad frente a los ciegos mecanismos de poder obsesionados con el control y la represión de las disidencias. No, Parral lo que hace es conminar a sus semejantes, de manera intransigente, en el sentido de que si no actúan de conformidad con sus deseos, él no juega y se lleva la bola.
Saben los costarricenses que arranca un proceso más de renovación de los órganos de representación política del Estado y que en ellos reside la autoridad para designarlos mediante el voto. Con ello, se abren los mayores espacios de participación política y debate ciudadano. Tres compromisos son necesarios a este respecto: respeto de las reglas del juego consensualmente acordadas en la legislación electoral; honestidad en el manejo de la información que, en este caso, sustenta la transparencia del TSE en la gestión de los procesos electorales; y disposición de participar en una justa política signada por la pluralidad ideológica, en la que ni es válido calificar de corruptos a los que no coinciden conmigo ni condicionar la propia participación a que los demás se ajusten a mis exigencias.