pretenden reescribir hechos de los que no fueron partícipes y si lo fueron, cambiarlos por
diferentes razones que los beneficien.
En muchos casos, medios de comunicación haciéndose publicidad, utilizan amarillismo y
sensacionalismo como herramientas para la desinformación pública. Así la población estaría
obligada a confiar en versiones que no conducen a una conclusión verdadera.
Los filósofos como observadores del acontecer nos dedicamos a estudiar diferentes fenómenos
sociales, entre ellos la manipulación de la información de medios de comunicación que sin
ética profesional, se dedican a efectuar aseveraciones insólitas disfrazándolas supuestamente de
ciertas.
Esto lo observamos en diferentes épocas de la historia, por ejemplo el caso de Joseph Goebbels,
ministro de instrucción pública y propaganda en la Alemania nazi convencido de que una
mentira repetida adecuadamente mil veces se convierte en una verdad, pero la única verdad fue
el holocausto de millones de judíos que hasta la fecha continúa horrorizando al mundo entero.
Por otra parte, el inquisidor de inquisidores “Inocencio VIII… el que desató la persecución
contra las brujas con su infame bula Summis desiderantes affectibus que promulgó a los tres
meses de haberse hecho elegir papa mediante la intriga y el soborno”. (Vallejo Fernando, La
puta de Babilonia. p.35. Ed. Planeta. México D.F. 2007) torturando y asesinando en la hoguera
a cientos de miles de mujeres, en el mayor genocidio que ha cargado la Iglesia Católica y por el
que pidió perdón el Papa Juan Pablo II.
Así podemos apreciar que no todo lo que se presenta como cierto realmente lo es y por ello
debemos asumir la tarea de investigar las fuentes primarias del hecho y luego documentarlas
profusamente, para no caer en este tipo de ignominia e ignorancia que en el siglo XXI seduce a
algunas personas, sin importarles “probar” que cualquier falsedad sea vista como verdad.
En tal sentido, Christian Salmon en su libro Storytelling: la máquina de fabricar historias y
formatear las mentes. P. 195. Ed. Península. Barcelona. 2008, ejemplifica el fenómeno citando
una conferencia de John S. Carroll, redactor en jefe de Los Angeles Times sobre la ética del
periodismo en la Universidad de Oregon en mayo de 2004: “En toda América hay oficinas
que parecen salas de prensa; y en esas oficinas, hay gente que parecen periodistas, pero no
están comprometidos con el periodismo. Lo que hacen no es periodismo, porque no consideran
al lector -o en el caso de la televisión, al telespectador- como un amo al que se debe servir.
Consideran a su público con un frío cinismo: en el reino de los pseudoperiodistas, el público es
algo que manipular. (“Raconté-moi une histoire…” Stratégies, nr. 1369, 12 de mayo de 2005.”)
Teniendo esto claro, podemos cuestionar y poner en duda lo expuesto como cierto, la veracidad
en una noticia, hasta que tengamos certeza de qué hay detrás del desprestigio a personas, o su
trabajo.
Otro ejemplo del autor evidencia lo expresado: el tratamiento de los medios a campañas políticas
en Francia, donde no se informa sobre planteamientos y programas de partidos, sino sobre la
vida privada de los candidatos: “…los medios de comunicación, los periodistas y los expertos
cambiaron bruscamente su manera de expresarse, se pusieron a contar historias. Por primera
vez, la derecha no reivindicaba la independencia nacional, ni la izquierda el progreso social.
Por ambos lados, triunfaba el kitsch. La opinión pública lo comprendió por instinto, divulgando
alegremente los rumores de disputas conyugales, de rupturas y de infidelidades.” Ibid. P. 216.
Así no se informa a la opinión pública, sustituyendo hechos verdaderos por desacuerdos
personales que alimentan la morbosidad y desvían la atención de lo que realmente sucede.