Un denominador común del problema del acoso sexual es el miedo. Colóquele usted el adjetivo que prefiera: laboral, académico, callejero. Da lo mismo, una y otra vez nos paraliza el temor a las posibles represalias de cualquier confrontación o denuncia. Para eso estamos programados y esa es la advertencia que recibimos con una constancia escalofriante: “mejor dejarlo así”. Este consejo va ligado a la creencia de que “nada se puede hacer” y al temor de que “es mejor evitar problemas”.
Si estas dos ideas están tan consolidadas es porque todos hemos fallado. Hemos normalizamos la violencia sexual hasta el punto en que nos parece un mal inevitable. De ahí que, en la calle, premie la indiferencia o la impotencia cuando atestiguamos incidentes de este tipo. Pero es visto y sabido, si no nos involucramos, nada va a cambiar. ¿Acaso estamos contentos o satisfechos con esta realidad que hasta ahora hemos avalado?
Años atrás tuve la oportunidad de trabajar en la Defensoría de la Mujer. En aquella oficina entré en contacto directo con cientos de denuncias cuyos orígenes me paraban los pelos día con día. Estudiantes de escuelas, colegios y universidades expuestas no solo a los ataques de sus educadores (¡!) sino a las respuestas “a la tica” del sistema (por ejemplo, cambiar al profesor de colegio). Más allá de los resultados del trámite cada una de estas personas se atrevió a decir algo. Pero, ¿cuántas guardan silencio?
De lo que sucede en la calle, ni hablar, día tras día miles de mujeres costarricenses sufren de acoso sexual “obligatorio”, al punto en que no importa qué medidas tomen (como si se tratara de eso) igualmente terminan agredidas. Si una muchacha no puede caminar a la pulpería sin ser agredida, imagínese usted lo que sufre aquella que simple y sencillamente decide salir a correr para hacer deporte.
Nuestra idea de lo que implican la educación y el respeto está completamente desarmada por el machismo. Una mujer que realiza el mismo recorrido en dos días distintos, primero sola y luego acompañada por un varón, encontrará dos escenarios muy distintos en la calle. ¿Por qué hemos permitido esto? ¿Por qué no puede simple y sencillamente caminar a solas libre y sin miedo? En pleno siglo XXI la calle y la ciudad siguen siendo “del hombre”. ¿Hasta cuándo?
Haga el ejercicio, pregúntele a 10 mujeres distintas si alguna vez han sufrido cualquier tipo de acoso sexual. Una vez que tenga la respuesta pregúntese si de verdad este, es un tema menor. Le adelanto la respuesta: no lo es. Llegó el momento de levantar la alfombra, sacarlo de ahí y traerlo a la mesa. No es que ahora sea más oportuno que antes discutirlo, es que ya no podemos seguir escondiéndolo. Cada vez más son las voces valientes que se hacen escuchar y reclaman oídos solidarios. Es una obligación moral darles eco. Unirse a la causa.
Al esfuerzo civil visible en las redes se debe sumar el institucional, tanto a nivel de empresa privada como de entidades estatales. Las recientes denuncias por medio de Facebook dan fuerza y moméntum a la necesidad de emprender campañas serias y efectivas tanto en la web como en medios masivos. En ese sentido, tanto el Inamu como la Defensoría de los Habitantes (entre otros) ya se están moviendo. Organizaciones No Gubernamentales también toman cartas en el asunto.
El siguiente paso es hacer del acoso callejero un delito. Una alianza estratégica entre diferentes colectivos feministas (Acción Respeto, Colectivo Furia Rosa y Este es mi cuerpo, entre otros) ya ha iniciado una mesa de trabajo: la invitación a sumarse es abierta. Nuestra responsabilidad entonces es acompañarles y asegurarnos de que un eventual proyecto de ley esté a la altura de las circunstancias, tanto en educación y prevención como en penas y medidas de protección para los denunciantes. El miedo no puede seguir siendo una excusa. Estamos llamados a hacer historia y darles a las mujeres de este país la paz y tranquilidad que históricamente les hemos arrebatado una y otra vez.
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