En una reciente visita al Centro Penitenciario El Buen Pastor, en compañía de funcionarios de la Defensoría de los Habitantes, fui testigo de una verdad desgarradora: niños que nacen y viven en la cárcel.
En un reducido espacio denominado “Casa Cuna”, conviven con sus madres 28 niños menores de tres años; varios de ellos nacidos en el lugar. Las instalaciones no reúnen las condiciones adecuadas de espacio, ventilación e iluminación y ni siquiera cuenta con comedor.
Los pequeños aposentos apenas tienen espacio para una cama mientras que varias cajas de cartón apiladas hacen las veces de ropero.
Es impresionante observar la naturaleza valiente de esos niños, posiblemente moldeada por el ambiente en que se desenvuelven. Sin cuna, sin toldos, sin pañales desechables y aferrados a sencillos juguetes, inundan con su alegría un ambiente cargado de tristeza. Sus escuálidas figuritas, con sus rostros curtidos por el juego, reflejan diáfanamente su inocencia infantil. Allí, en ese mundo limitado, el don más grande con que cuentan es el amor de su madre.
En un determinado momento del recorrido, uno de los menores que seguía nuestra presencia con curiosidad ingenua, de pronto se quedó dormido de pie, con su cabecita recostada sobre el catre donde duerme junto a su madre, en una tierna escena que me impactó profundamente.
Cabe resaltar aquí el esfuerzo de las profesionales a cargo de este centro penal para brindar atención a estos menores pese a las limitaciones presupuestarias que enfrentan.
En el lugar se entrecruzan historias de vida tan disímiles como el de una joven norteamericana que libra una batalla legal para mantener a su hijo al lado, o el de una dama española retenida por tráfico de drogas quien está “chineando” a su recién nacido, mientras espera su traslado a una cárcel de Madrid.
También una madre que con un profundo dolor en el alma, ve como transcurren los días mientras se acerca el momento de separarse de su hijo, ya que al cumplir tres años los menores no pueden continuar en el lugar.
No cabe duda que el sitio requiere mejoras sustanciales, principalmente por los niños que no son responsables de los errores de su madre y, que de alguna manera, enfrentan limitaciones en su derecho a la libertad de movimiento.
Además, el lugar no reúne las condiciones satisfactorias para el adecuado desarrollo físico y mental de los infantes, especialmente tratándose de los primeros años de existencia, que resultan fundamentales para conformación de las características psicosociales que repercutirán durante el resto de la vida.
Estoy consciente que en épocas de violencia y alta criminalidad, resulta inoportuno gestionar mejores condiciones para las privadas de libertad. No obstante, en este caso está de por medio un grupo de menores que merece un mejor destino.
No es posible que en un estado al que se califica de “solidario” exista dinero para pagar ¢5 mil millones por un lamentable error de cálculo de CONAVI, en un programa de limpieza de cunetas.
Tampoco es aceptable que el Instituto Nacional de Seguros pretenda aventurarse con más de ¢55 mil millones para comprar una empresa aseguradora en el extranjero. Asimismo, es vergonzoso que se destinen casi sesenta mil millones de colones para construir un nuevo edificio para la Asamblea Legislativa y otros ¢28 mil millones para una casa presidencial “más digna” al decir de los jerarcas del Gobierno.
Más inexplicable aún resulta que el Patronato Nacional de la Infancia tenga un superávit multimillonario y mientras tanto no haya voluntad política para hacer una casa cuna decente para los “niños de la cárcel”.
Recordemos que para un país que procura un mejor futuro, la más acertada inversión está en sus niños.
Para finalizar me cuestiono: ¿Qué hubiera pasado si usted o yo hubiésemos nacido en esas circunstancias? . . .
probablemente la historia de nuestras vidas sería muy distinta.