¿Te acordás dónde escuchamos por primera vez algo de Joaquín Sabina?
Al menos yo lo recuerdo como si fuera ayer. Estábamos en aquella casona vieja que
alguien había convertido en bar; allá… al final de la Calle de la Amargura.
Los miércoles de universidad, después de matemáticas, íbamos a parar allí. ¿Recordás
la casona de madera, de paredes altas, de aposentos pequeños? Fumábamos. La luz
tenue, el humo espeso, el piso sucio. A veces había un cantante; siempre había una
cerveza que paladeábamos sin prisa. ¡Para los últimos sorbos ya estaba caliente!,
¿verdad?
Acordate que un día se presentó un español recién llegado, mechudo y maloliente,
acompañado sólo por su guitarra. ¡Sonaron muy bien sus canciones! Pero se escuchó
mejor al final cuando, para despedirse, cantó «Con la frente marchita».
En muchas de las visitas que luego hicimos al bar, pedimos al greñudo que
cantara aquella canción. Más tarde supimos que era de Sabina. Al escucharla nos
transportábamos al Buenos Aires de Evita, fumábamos porros, hablábamos con
Gardel.
Soñamos con ir. Con ir a Buenos Aires.
Estoy seguro que a vos te pasa igual que a mí y que hoy, cuando escuchás la
canción, sus notas te llevan de parranda a la vieja casona. A mis oídos aún viajan los
acordes de la guitarra. Mi paladar se enjuaga en el recuerdo amargo de la cerveza
caliente.
Nunca conocí las calles de San Telmo. No caminé las orillas del Río de la Plata. No
lloré en la Plaza de Mayo. ¿Vos?
Nunca supe si Buenos Aires es como la cuentan.
«No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió».
¡Vamos! Averigüemos qué ha sido de ese bar… y sea lo que sea que encontremos,
tomémonos una cerveza y escuchemos a Sabina.