Pedagogía de la impotencia

En el marco de una relación psicosocial, la impotencia nos deja atónitos e incapaces frente a un fenómeno que discurre indemne. La fuerza con

En el marco de una relación psicosocial, la impotencia nos deja atónitos e incapaces frente a un fenómeno que discurre indemne. La fuerza con que se manifiesta el hecho que la provoca, es de tal magnitud que envuelve toda nuestra atención dejándonos con espacios reducidos para reaccionar. Frente al acontecimiento trágico nuestras capacidades se experimentan profundamente disminuidas. La desesperación y la rabia emergen de las entrañas de la impotencia, para conducir al sujeto por el sendero de la resignación. Con frecuencia en estos parajes desolados habitan el olvido traumático, la indiferencia y la desesperanza. El actual estado de cosas advierte una fuerte tendencia al padecimiento de impotencia. Factores como la pobreza cada día más generalizada, las expresiones diversas y amplificadas en que se presenta la violencia, una lógica de deterioro ambiental proclamada irreversible, entre muchos otros, constituyen ejemplos contundentes que derivan en formas de pensar del tipo “aquí ya no hay nada que hacer”. Con todo, el cerco mediático que define lo que es información, con la noticia y la propaganda construye una noción inestable y poco homogénea de la realidad, en consecuencia transfiere a la confusión y atrofia el sentido común.

En el sentido descrito la impotencia resulta un síntoma altamente lesivo debido a los efectos indicados. Sin embargo, la impotencia también propone una lección pedagógica: el análisis de esta situación de malestar nos remite a pensar sobre el ordenamiento social y su modus operandi. Al respecto, la impotencia nos interpela sobre lo ineficientes que hemos sido en términos de haber admitido de algún modo el crecimiento de la desigualdad, la inequidad y la injusticia. El sentimiento de impotencia nos hace poner en la balanza la fuerza latente que impulsa toda aspiración de libertad frente al peso de la opresión que se materializa en todas las formas que inhiben el desarrollo de potencialidades humanas y mancillan los derechos humanos. El ser humano no dispone de sentimientos para sucumbir en ellos. La herramienta de la razón sirve para orientarlos hacia formas liberadoras. Lo trágico de la impotencia no reside en la facultad de experimentarla, sí en cambio en dejarnos  caer en el desamparo de su abismo.

Sentimos en relación con la forma en que se construye el entramado de relaciones humanas. A su vez, este se establece en función de las políticas públicas. El estilo de desarrollo y el modelo económico imponen disposiciones de ánimo, contribuyen en la formación de actitudes y determinan comportamientos. Por lo tanto, orientan los sentimientos y ejercen control sobre estos. Hay, como se ve, un manejo político que debe ser contrarrestado políticamente. La forma de hacerlo es justamente transformando las estructuras de poder a partir de la exigencia de un cambio del actual modelo de desarrollo. La toma de posición en las diversas luchas sociales y reivindicaciones populares, así como la escogencia de opciones electorales realmente democráticas y comprometidas, determinan en lo inmediato y lo cotidiano oportunidades de reorientar los sentimientos. Con arreglo a lo dicho, el padecimiento de la impotencia como mueca sediciosa y epidémica, como asomo indeleble recurrente y pérfido, opera como acto reflejo de una sociedad donde se ha perdido el equilibrio entre estructura social y el sistema de las relaciones humanas.

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