Perder el tiempo

Un amigo, cuyo sentido del humor no discuto, me decía que los mejores marxistas   son los neoliberales porque entienden  muy bien eso  de que 

Un amigo, cuyo sentido del humor no discuto, me decía que los mejores marxistas   son los neoliberales porque entienden  muy bien eso  de que  la riqueza sale del trabajo. La verdad es que el trabajo está igualmente  valorado  en el  capitalismo  como  en el comunismo,  igual  en  Estados Unidos  como en  China.   Para los economistas   de cualquier signo el ocio, la pereza, el tiempo libre,  son  pecados capitales.

En pleno desarrollo industrial  Paul Lafargue (1842-1911),  yerno de  Carlos Marx  (quien no le tenía mucha simpatía,  quizá porque  Paul era cubano y vaya usted a saber  cómo veía  entonces un judío  europeo  a un mulato de las Antillas)  publicó   un libro  incómodo  que se llama El Derecho a la pereza . No es casual que un libro así lo escribiera el autor mientras estaba en la cárcel, no tenía ninguna otra ocupación.   En su  libro   Lafargue  llama tontos a los obreros que piden  trabajo en lugar de reclamar  más  tiempo libre.  Opina  que  solo disminuyendo las horas  laborales   y aumentando las  ociosas  se evitará el desempleo y se repartirá mejor la riqueza.

El trabajo no dignifica, al contrario.  Eso  al menos indica el humillante sistema esclavista.  Los griegos  de la antigüedad   delegaban  el trabajo en sus prisioneros de guerra  mientras  ellos   pasaban  el tiempo  filosofando en el ágora,  lanzando  la jabalina,  asistiendo al  teatro, componiendo  versos o  peleándonse  con  sus dioses.   Para la Biblia  el ocio es requisito de la sabidurìa. En Eclesiástico,  leemos:“ La sabiduría del  Escriba se adquiere con el ocio, pues el que no tiene quehaceres  llegará a ser sabio” .  Así  despreciaban  el trabajo  las sociedades  preindustriales.  En nuestro  tiempo   el ser humano  que no produce bienes  de consumo no tiene derecho a ellos. Se le castiga con la  exclusión.   Es lugar común decir que los artistas y los intelectuales se mueren de hambre.  A   menos que  la publicidad les haga el milagro  de  ser un buen negocio  para  editoriales,  salas de concierto, marchantes de arte,  turistas, universidades…   Alguien debe acumular  dinero  con tu creación, de lo contrario no vale nada.

El  Derecho a la pereza es un libro de economía.   Paul Lafargue  calcula que la   jornada laboral  de un obrero, si las ganancias  se repartieran equitativamente,  sería de solo 6 horas. Y eso con la tecnología del siglo XIX.  Demuestra, además,   que el  ocio es  indispensable   para construir una vida plena.  Eso, la vida plena,  es  lo que no quieren ver  los trabajólicos neuróticos,  los fanáticos del escritorio,  los obsesos de la producción,  los chamanes del progreso  que cargan  estimulantes en sus maletines  para ser más eficientes, los que  enredados  en sus propios mecates   caen en las más absurdas paradojas como  combatir el desempleo prolongando  la actividad laboral de los ancianos.  Y no me digan si no es descabellado que   los apologistas del trabajo sigan insistiendo en un crecimiento  que  está acabando con el planeta.   De manera que si queremos sobrevivir  no queda más camino que  producir menos, consumir menos, y  en consecuencia,  trabajar menos también.  Para ganar tiempo hay que  saber perderlo primero.

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