En círculos bien informados (no incluye a la sección del OIJ ocupada del asesinato de Parmenio Medina) se reconoce que el texto «Harto de la guerra» (10/03/03) del periodista profesional y funcionario de La Nación S.A., Luis Rojas Coles, resultó decisivo para desencadenar la agresión estadounidense contra el territorio y el pueblo de Irak, culpables ambos de que en ellos residan, mejor o peor, S. Husein, hidrocarburos e Islam. Militares y estrategas geopolíticos coinciden en que el escrito de Rojas llevó a Rice, Powell y Rumsfeld a una blasfemia unánime que pudo traducirse como un «¡No va más!», seguida por frenética carrera a la oficina de G. Bush quien tras escuchar la reseña del documento chilló: «¡Es intolerable!».
El impacto mundial del escrito de Rojas era previsible. El cronista se declara harto de una agresión que, antes de que se produzcan centenares de miles de muertos, lleva a alguna gente, incluida una hija, persona decente, a protestar majaderamente. Para él, esto solo suma «hartazgo y más hartazgo». Refuerza su argumento porque los gritones alguna vez desfilaron, al igual que la cobarde «comunistada», exponiendo a niños y mujeres (¿obsolescencia patriarcal?) mientras tiraban piedras desde atrás. Inadmisible, sin duda. Para Rojas, «el movimiento contestatario del mundo tiene su norte (¿no será su Sur?) muy claro, como siempre: protestar, protestar y protestar, muchas veces sin saber el por qué». Su hija al menos, estoy seguro, sí sabe.
Pero la intuición de Rojas que llevó al trastorno a Bush es que no agredir a Irak podría llevar a que los majaderos consigan para Fidel Castro, su decrépito y dinosáurico líder, el Nobel de la Paz. Impecable, pertinente e informada tesis. ¿Cómo no arrasar Irak para bloquear este desatino?
Rojas razones aparte, la agresión contra Irak forma parte de una estrategia de guerra permanente/eterna, porque es preventiva. Hoy persigue no solo la liquidación de Irak sino la modernización estadounidense del Islam, ingeniería que podría llevar a un siglo completo de desequilibrios y horrores. Con razón los jóvenes se preocupan, informan, denuncian y protestan. El detalle de la específica agresión en curso indica que el primer cadáver del conflicto es Naciones Unidas, institución sin duda burocratizada e insuficiente, pero menos perversa que el Hipergorila codicioso y carente de civilidad en control de todo. La «guerra de civilizaciones», humorada de S. Huntington, aparece en el horizonte. América Latina, con una dirigencia política y empresarial históricamente malinche, deberá tratar con un imperio que torna realidad su fiereza mediante el empleo del chantaje y la violencia asesina. En breve, latinoamericanos y caribeños deberán urgir el prolijo aceitado de su ano para ‘dialogar’ y ‘negociar’ con el bruto terror ‘triunfante’. Hay razones entonces para protestar antes, durante y después.
Como a los condenados se les concede últimos deseos estimo humano y debido esbozar los siguientes: que el día de la muerte de Bush todo sentimiento, excepto un desprecio digno, se haya secado de modo que nadie derrame una lágrima, pero que tampoco nadie lo odie o perdone. El torvo matón global, y quienes lo han apoyado con votos, simpatía y jingoísmo bobo, merece la tumba del desinterés y el olvido.
También es deseable que la agresión contra Irak signifique el refuerzo de una feroz pero decadente carrera criminal que marque el ocaso histórico de Estados Unidos, nación que no ha sabido, corroída por sus poderes, asumir las responsabilidades mundiales de su condición de única superpotencia. Que los liderazgos que sucedan a su amenazante imperio sean diversificados, complejos, y enriquecedoramente humanos. Y que el planeta albergue muchas espiritualidades de vida.
Que civiles y militares iraquíes, y después, los musulmanes, luchen bien y mueran con decoro. En este momento, con independencia de Sadam Husein, representan a la humanidad. Debemos multiplicar las formas de reconocerlos, acompañarlos y conmemorarlos. Por los familiares de los estadounidenses y sus socios muertos en combate sintamos piedad porque sus hijos e hijas, por desgracia, no supieron lo que hacían.
En cuanto a Rojas Coles, recuerde que trabaja para el campeón costarricense de la libertad de expresión. Su periódico, como la televisión, hace negocio con la guerra. Aprenda, además, a titular. Usted no está harto de la guerra, sino de quienes la critican y rechazan. Su profesión lo obliga a estudiar y a no irritarse contra quienes manifiestan valores diversos a los suyos. Su condición de padre debería impedirle manosear a sus parientes a los que debe, al menos en público, respeto. Con sus desatinos no haga que, cumbre local del absurdo, empecemos a añorar, desde ya, el ínclito periodismo del insospechable Eduardo Ulibarri.