Propiedad, iniciativa privada y libertad

Entre los tres términos que encabezan este artículo existe una relación de condicionalidad necesaria, mas no suficiente. Primero que todo habría que apuntar que

Entre los tres términos que encabezan este artículo existe una relación de condicionalidad necesaria, mas no suficiente. Primero que todo habría que apuntar que el derecho de propiedad es susceptible de diversas determinaciones, siempre y cuando asista a un individuo concreto; algo así como la “propiedad colectiva de los medios de producción” parece terminológicamente un contrasentido. La propiedad es siempre un derecho que atañe a un particular, quien, en miras a su propio interés, puede ciertamente acceder a formas más o menos cooperativas de organización. Esta reflexión viene a cuento ya que, muy a menudo, se escucha un ataque indiscriminado a la empresa privada, con el que se crea la ilusión de que una sociedad sin iniciativa privada sería una sociedad más justa o equitativa. Demagogia y mala fe. Los que así razonan parecen ser incapaces de darse cuenta de que en la práctica esto ha llevado, sin excepción, al contubernio ominoso de poder político y poder económico.

Hannah Arendt, con la claridad conceptual que la caracteriza, reconocía en ello el suelo nutricio de todo totalitarismo, tesis que ya Hayek había desarrollado ampliamente en 1944 en Camino de servidumbre. El socialismo, decía, no significó la superación ni de la expropiación ni de la explotación; en una sociedad donde existe un solo empleador, en este caso el Estado, el individuo está expuesto a los más monstruosos atropellos, a la expropiación continua de su esfuerzo, así como a la amenaza de exclusión social. Enemistarse con los funcionarios y la clase dirigente es, en la práctica, caer en la categoría de  “no empleable”, es decir, ser condenado al ostracismo y a la miseria. Nunca olvidaré el testimonio de un cubano a quien conocí en el exilio, para quien tomar distancia del régimen y entregar su carné de afiliado al Partido Único, significó un calvario que lo obligó a solicitar ayuda a la Iglesia Católica para poder salir de la Isla, hacer un postgrado en España y poder ofrecer un futuro mejor a su familia. El tomar distancia crítica frente a las autoridades se tradujo en la pérdida inmediata de su empleo, haciéndose víctima además de persecución e intimidación constantes. En condiciones totalitarias, donde existe un único empleador, enemistarse con la autoridad lo convierte a uno en un leproso social.

Si esto parece una verdad tan diáfana, ¿por qué entonces algunos llegan a satanizar empresa y propiedad privadas, no viendo en ellas un instrumento de emancipación frente a los poderes de facto, así como frente al afán totalitario de control de algunos? El problema no es ni la propiedad ni la empresa privada –que admiten formas cooperativas que potencien solidariamente el interés particular−, sino el contubernio nefasto entre poder político y económico. Criticar el corporativismo y las formas degradadas de intervención del Estado en lo económico, a través concesiones, prebendas y demás a favor de ciertos grupos empresariales, no debería desembocar en una crítica que tire al niño con el agua de la tina, atacando el efecto y no la causa del problema.

La única garantía frente al totalitarismo, la verdadera salvaguarda del individuo frente a toda forma de opresión, es una separación lo más nítida posible entre poder político y económico. Se me dirá que esto en la práctica no existe y que no deja de ser un ideal, a lo que asentiría parcialmente, pero a mí nadie me convencerá de que en una dictadura como la cubana se vive más libremente que un país como Costa Rica. Al fin y al cabo, para un empleado público en este país, volverse poco grato frente a las autoridades de turno no le impide acudir a otras fuentes de empleo, ni lo obliga a emigrar o lo convierte en un paria. Sólo en una sociedad que aspire a ser libre y democrática, es decir, una sociedad donde el poder económico se encuentre lo más repartido y desconcentrado posible, puede el derecho (como expresión de lo político) −como bien apuntaba Arendt, retraduciendo su crítica al lenguaje marxista− no ser una simple “superestructura”, sino, por el contrario, un instrumento de defensa y contención del individuo frente a los abusos totalitarios, provengan de donde provengan, del Estado así como de las burocracias económicas privadas.

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