Quinto pecado: el servilismo

La arrogancia de la clase política debe su existencia al servilismo; y el poder político mismo, depende del servilismo para hacer las cosas que

La arrogancia de la clase política debe su existencia al servilismo; y el poder político mismo, depende del servilismo para hacer las cosas que ensucian las manos.

Aunque lo colocamos en el quinto lugar entre los siete pecados capitales del poder político −cuyos primeros cuatro hemos tratado en estas páginas−, el servilismo es imprescindible absolutamente en la consecución y mantenimiento del poder.

En cada esfera de gobierno, en toda célula de jerarquía estatal, hay un grupo de serviles que sostienen  la cúpula como las columnas de un edificio.  Sin su apoyo el jerarca se derrumba. ¡Pero eso no sucede!  No importa lo podrida que esté una dirigencia, el servil estará siempre allí para sostenerla. Si algunas columnas ceden, son sustituidas y siempre hay muchas disponibles. Por eso, cada instancia del poder político se rodea de sujetos que a cambio de prebendas sean incapaces de oponerse a lo malo que hacen u ordenan hacer sus amos.

Ante todo, se debe diferenciar al servil, del servidor público honesto, ¡porque los hay! Se es servil cuando el dictado de la autoridad superior, según la pauta del sentido común, debiera contradecir la moral  o la razón del inferior; y éste, no obstante, calla, aprueba y ejecuta; situación que se da en forma tan frecuente,  que difícilmente habría Estado o gobierno si no existiera el servilismo.

El servil anula su voluntad, razón, conciencia y dignidad en favor de la autoridad que lo mantiene en su cargo; a pesar de apagar esas virtudes, su corazón sabe que es servil, porque tan pronto una supremacía mayor a la que lo «obliga» desplaza a ésta, o cambian las jerarquías mediante el teatro electorero o el golpe armado, entonces el servil que pueda hacerlo, reconoce el error de su dueño, lo propala, se retracta y se arrastra tratando de buscar mejor asilo en el nuevo esquema, olvidándose de  su patrón caído.

Solamente la detentación del mando garantiza los favores del servilismo. Tras la caída del jerarca, sus serviles se desbandan y buscan refugio en los nuevos conquistadores, renegando de los autoritarios a quienes ayer les besaban las botas; y no importa que los nuevos sean iguales o peores, como sucede casi siempre; mientras constituyan  poder político, sobrarán serviles de rodillas y a sus pies.

No hay filiación, gratitud, ni confianza en el servilismo; solamente negocio y conveniencia. De los pecados capitales del poder político,  la mentira y la traición constituyen su «padrenuestro».

La personalidad, inteligencia y formación del servil no son rudimentarias ni mucho menos, él sabe lo que hace, y especialmente lo que hace daño, pero lo hace con satisfacción y se enaltece en su puesto. Si no supiera que lo que hace está mal, podrá ser tonto, fanático, o mezcla de ambos, pero no alcanza la categoría de servil. El servil reconoce íntimamente, aunque jamás la exteriorice, esa colisión de su actuar, al menos con su moral, y para eso debe “saber pensar”. Sin embargo no lo doblegan  sentimientos; y al final su disculpa, será: “órdenes son órdenes”.

El servilismo se ha distinguido por su dureza glacial ante los crímenes de la historia y del presente; y teniendo en cuenta que los más atroces contra la humanidad los ha cometido siempre el poder político, no hay duda de que su mano ejecutoria, ¡muy segura de lo que hace!, ha sido el servilismo; desde el más imponente generalón, hasta el más miserable soldadito. Y tratándose de injusticias y “errores” estatales contra los administrados, sucede igual; el servilismo infiltra toda la cadena de mando, hasta la burocracia más elemental. Basta tan solo que haya autoridad superior que ordene.

En el mundo del poder, el subalterno que no quiera ser servil, o pretenda dejar de serlo, se rebela aportando sus propias ideas; en palabras de Dostoievski:”La audacia de las ideas y de las convicciones, en vez del servilismo rastrero ante la autoridad” (“Los hermanos Karamazov”). Es decir, hace lo propio por rescatar su voluntad, razón, conciencia, dignidad… así le llamen anarquista, y se atiene a sus consecuencias. Es cuando a través de renuncias, despidos, purgas, cárcel y tantas formas de “fumigación”, el poderoso mancilla honores y autentica su maledicencia para seguir en la cúspide, mientras pueda reciclar el servilismo.

Servilismo es el incienso

Que alucina al arrogante;

Y a la masa no pensante

La adoctrina y la envilece.

¡Pero al servil lo enaltece,

Y eso es lo más indignante!

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