Con el reciente fallecimiento de Ray Bradbury (1920-2012), desapareció el último representante de una generación de escritores de ciencia ficción, en la que destacaron el también estadounidense de origen ruso Isaac Asimov (1920-1992) y el británico Arthur C. Clarke (1917-2008).
Los tres compartieron la característica de que empezaron a publicar a finales de la década de 1930 y se mantuvieron como escritores activos por el resto de sus vidas, aunque su etapa más creativa se ubicó entre los decenios de 1940 y 1970. Se constituyeron así en un enlace estratégico entre la ciencia ficción de finales del siglo XIX, en particular la producida por H. G. Wells (1866-1946) y las nuevas formas y problemáticas del género, representadas por escritores más jóvenes como Philip K. Dick (1928-1982).En los cuentos y novelas de Bradbury, Clarke y Asimov, claramente se constata la influencia decisiva de una época dominada primero por los horrores de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) y, después por el conservadurismo cultural, la intolerancia ideológica y el peligro de una catástrofe nuclear asociados con la Guerra fría. Probablemente por esta razón, una vez que el contexto cambió, su literatura no logró ajustarse debidamente a los cambios vinculados con la revolución cultural de la década de 1960, que redefinió el papel de las mujeres, abrió espacios para la defensa de los derechos de las minorías y reivindicó los estilos de vida alternativos. Fue en este nuevo marco que la literatura de Dick, que incorporó más decididamente las problemáticas de la sexualidad, de las complejidades psicológicas de las sociedades industrializadas y masificadas y del uso de drogas legales e ilegales, alcanzó sus mayores logros.
Profundamente poética y dominada por preocupaciones sociales y culturales, la ciencia ficción de Bradbury en vez de enfatizar en los aspectos científicos y técnicos, se concentró en considerar cómo tales cambios impactaban a los seres humanos y cómo estos respondían a ese desafío. Lejos de ser un escritor de fantasía, como a veces se le presenta, Bradbury proyectó en escenarios futuros algunos de los problemas, las expectativas y los temores fundamentales de la época en que vivió.
Mi primer encuentro con la literatura de Bradbury ocurrió en 1973, cuando ingresé al colegio y leí “El cohete”, un relato que amplió extraordinariamente los horizontes de la ciencia ficción que yo conocía, por entonces limitados a las novelas de Julio Verne y de Wells, y a algunas series de televisión como “Perdidos en el espacio” y “Flash Gordon”. Sin embargo, la imagen bradburiana que permanece conmigo es la escena final de “Fahrenheit 451”: en una sociedad en la que los libros son destruidos, los personajes de la novela los memorizan para preservarlos.