¡Curioso título este, sin duda, con cinco extraños monosílabos! Los dos últimos -alusivos al nombre Joaquín- son una broma mía, pero los tres primeros sí son palabras chinas, que juntas significan «hombre demasiado grande». Así nos lo cuenta Alejandra en un hermoso texto dedicado a su padre, aparecido en el reciente libro «Retrato de Joaquín Gutiérrez», que es un cálido tributo póstumo de Rodolfo Arias Formoso a su maestro de ajedrez y de la vida.
Con su proverbial socarronería, él lo eligió para autodenominarse cuando residió en China laborando como traductor, pues su ya de por sí notoria corpulencia quizás resultaba descomunal en medio de los pobladores de dicho país. Pero lo cierto es que don Joaquín fue un genuino hombrón también por su humanismo, reciedumbre y sensibilidad, dejando su indeleble y certera impronta en todo cuanto hizo. Lo sintetizan las cabales palabras -de alguien más- que él escogiera para cerrar su último libro,»Los azules días»: «No he conocido nada, sino el mundo./ No me ha pasado nada, sino la vida».
No obstante, como todo hombre grande, también tuvo detractores. Algunos de éstos, con necedad y obcecación, lo han perseguido por dos decenios ya, con el supuesto racismo del libro «Cocorí». En vida él los enfrentó con el texto»¿Hay racismo en Costa Rica?», publicado en setiembre de 1983 en el Semanario Universidad. Esta es una pieza maestra, sin duda, en la que se percibe su grandeza de escritor, a la vez que su reposada sabiduría, hidalguía y estatura como ser humano. Pero, temerosos de su lúcida mente y tonante voz, prefirieron esperar a que muriera para, rehuyendo al debate (¡Y algunos de ellos se dicen tan participativos de la acción ciudadana!) y con el auxilio de un deplorable edicto presidencial, zaherir y descalificar grotescamente al libro y a su autor.¡Pero es que quizás no entienden que su bulliciosa celebración será efímera, y pírrica su victoria! Porque el querido negrito Cocorí seguirá enterneciendo a nuestros niños por muchas generaciones más, y también los derrotará ese infinito y sincero cariño que don Joaquín se supo ganar para convertirse en parte del alma de esta y de todas las patrias.
Entre los numerosos y lindos mensajes que he recibido desde que me pronuncié sobre el tema en el artículo «Cocorí a la hoguera» (La República, 30-IV-03), hubo uno que me conmovió profundamente. Fue durante su internado como médica en el Hospital Calderón Guardia, que la hija de un amigo fue llamada de urgencia a atender a un paciente que agonizaba. Al llegar a su cama, se percató de que ese anónimo y hasta esa noche desconocido hombre era don Joaquín. Las lágrimas afloraron de inmediato y -en sus palabras- «como fue gracias a Cocorí y a don Joaquín que descubrí el placer de la lectura», por gratitud permaneció a su lado hasta que él murió.
Discreto pero hermoso regalo en el trance final de su huracanado periplo y en el instantáneo clímax de la vida, inducido por los sentimientos nobles -nunca racistas- que Cocorí provocó en ella cuando niña.
En breves palabras, esto es afecto y grandeza (Ren Tai Ta, si se quiere). Todo lo demás es pequeñez.