Un grupo de 21 representantes de las comunidades indígenas llegó a la Asamblea Legislativa a consultar sobre un proyecto de ley que reposa el sueño de los justos por más de 17 años.
Anunciaron que se quedarían esperando una respuesta de la Presidenta de la República y no tuvieron que esperar mucho: a la fuerza los echaron a la calle. Son más de 500 años de ignominia y despojos; antes fueron los conquistadores, y ahora los gobiernos serviles del gran capital y las transnacionales.
La situación que viven nuestros pueblos indígenas no sólo es producto de la historia; más bien se reedita cada día en el presente. La profunda pobreza, la desigualdad y la exclusión social que enfrentan, se la debemos a nuestros ilustrísimos gobernantes y a las grandes potencias que saquean nuestros recursos. El origen de tanta desigualdad se remonta a viejas estructuras sociales basadas en la injusticia, que vienen desde las masacres perpetradas contra nuestros pueblos originarios, justificadas por la Iglesia Católica en aras de catequizar a los salvajes, cuya sangre llevamos orgullosos en nuestras venas. Los despojaron de sus tierras, los esclavizaron, los sometieron a las encomiendas, trataron de borrar a sus dioses y costumbres, se apropiaron de sus riquezas, violaron a las mujeres y a las niñas. ¡Me llama la atención que las salvajadas las cometían los europeos, pero los salvajes desalmados eran los indígenas!
Los conquistadores se apoderaron de las mejores tierras y muchos se constituyeron en dueños de haciendas, adquiridas bajo la innegociable razón de la fuerza. Los descendientes de esos hacendados y mercaderes fueron erigiéndose en las oligarquías contemporáneas; modernizaron los medios de producción, pero mantuvieron incólumes sus prácticas oprobiosas hacia los indígenas. La independencia de las colonias fue útil para dividirse los territorios en zonas de influencia, las cuales pusieron al servicio de las transnacionales imperiales, dando paso al poderoso clan que el maestro Calufa llamó “Mamita Yunai”.
Éramos países manejados como haciendas, o éramos haciendas gobernadas como países. Da lo mismo, los dueños de las fincas siguieron reproduciendo las viejas estructuras de explotación, ahora con ejércitos que reprimieran a quienes osaran cuestionar el orden de las cosas que Dios había establecido en la tierra. El garrote y el fusil eran efectivos cuando el cura no les convencía de quedarse quietos. Iglesia y ejército, tomados de la mano se repartían la tarea; casualidad que ambas instituciones gustan de exhibir uniformes como treta disuasiva.
Nuestros antepasados no les hicieron fácil la tarea. La sangre indígena y la sangre negra les llevó a rebelarse y nuestra historia está llena de los Tecum Umam, Lempira, Presbere, Urracá, Jacinto Canek, Cristóbal Chajal, Atanasio Tzul, Cemaco, el negro Bayano y tantos otros, que con la sola mención de su nombre les hacían temblar los calzoncillos a los soldados españoles. ¿Han visto ustedes que los libros de historia están llenos de nombres de españoles, pero casi no aparecen los hijos del maíz y los de origen africano?
Más adelante aparecieron los Victoriano Lorenzo, Farabundo Martí, Augusto César Sandino, Francisca Carrasco, Juanito Mora y muchos mártires y héroes, hombres y mujeres, que han ido forjando nuestras aspiraciones de una Centroamérica con justicia social.
La historia se repite: las personas indígenas vilipendiadas por la Fuerza Pública y las autoridades legislativas, durante la nefasta madrugada del 10 de agosto, representan esa sangre y esas culturas que se niegan a ser exterminadas. Vaya obsequio del Gobierno de Costa Rica en conmemoración del Día Internacional de los Pueblos Indígenas. Profundo respeto nos merecen Mariana Delgado, Luisa Bejarano y todo el grupo de representantes de los territorios indígenas, que defienden los derechos de sus pueblos de manera Firme y Honesta.