¿Sabemos por quién votamos?

El hombre contó cómo se encontraba en días anteriores dando una especie de charla donde comentó a su audiencia algunos temas de política y

Recientemente, escuchaba un programa radial nocturno el cual se dedica a la discusión de temas políticos y, en un momento dado, intervino un oyente de apellido Borbón para compartir una anécdota a propósito del tema del programa.

El hombre contó cómo se encontraba en días anteriores dando una especie de charla donde comentó a su audiencia algunos temas de política y les preguntó si ellos estaban al tanto de los conceptos de izquierda y derecha. Para sorpresa del señor Borbón,  nadie entre los asistentes, a los cuales calificó como un auditorio de no muy alto nivel académico, pudo responder a su pregunta y más bien le solicitaron aclarar este asunto. Diligentemente, el señor Borbón procedió a explicar de la manera más llana y sincera (como él mismo la calificó) estos conceptos de las ideologías políticas. Al final de su exposición, contó el señor Borbón, los conceptos presentados por él mismo habían causado una especie de revuelo entre sus oyentes. Alguno llegó a manifestar con indignación  que “cómo iba él a votar ahora por Otto si él no era de derecha” aun cuando el candidato libertario le había simpatizado hasta ese momento.
La intervención radial del señor Borbón llegó a poner en la palestra una inquietud que desde hace meses me da vuelta en la cabeza, y más ahora que el perfil electoral ha cambiado vertiginosamente. ¿Sabemos los costarricenses por quién votamos?
Ideologías o simpatía. El ejemplo planteado por el radioescucha del aquel programa no sería preocupante si su auditorio estuviera compuesto por escolares, los cuales se encontrarían aprendiendo sobre Educación Cívica y Democracia. Lo estremecedor es que aquellos quienes reclamaron una explicación sobre el dilema entre izquierdas y derechas o centros en el juego democrático eran todos electores en pleno derecho de hacer uso de su prerrogativa en un par de meses para participar en designar al próximo gobierno de este país. Me pregunto entonces: ¿En qué basarán su criterio para escoger a quien nos dirigirá por al menos cuatro años?
Evidentemente, estos votantes, los cuales me temo son una muestra significativa de la gran masa que irá a las urnas este febrero próximo, no basarán su elección con respecto hacia cuál lado del espectro político se dirijan las políticas propuestas de los candidatos participantes, dado que esto les es extraño. ¿Se guiarán entonces por su apariencia física, si éste es guapo, o si aquella es bella, si uno es viril y enérgico, u otro muy serio, por la canción publicitaria más pegajosa o por el “menos malo”?
No estoy muy seguro de esto, pero, en todo caso, no es culpa del electorado el basar sus apreciaciones en conceptos que no necesariamente correlacionan con las propuestas o la ideología que profesan estos líderes. A algunos tal vez les suene mejor que “hagamos el cambio ya” o que no renovemos el contrato a RITEVE, porque “esa gente solo quiere sacarle la plata a uno”, aun cuando tal vez las posiciones de derecha no les agraden, como se percató aquel oyente del señor Borbón. De todas maneras, no sería la primera vez que Costa Rica elija a un gobernante por que “caiga bien” o acostumbre siempre terminar sus frases con un pintoresco “muchas gracias”.
Educación democrática. En ningún momento quisiera hacer suponer que el votar por una u otra agrupación política con ideologías de derecha, de izquierda o más centristas sea inadecuado. Todo lo contrario: la diversidad y la libertad son los pilares de este sistema, el “menos malo de los sistemas” como lo calificaba un profesor de mi época colegial. De lo que sí adolece la democracia es de la falta de educación cívica democrática, la cual le permita al electorado basar su sagrada decisión en más que una cara bonita, un Premio Nobel, o un discurso conmovedor o populista. Mientras el grueso del pueblo no comprenda aspectos tan básicos como las distinciones entre ideologías políticas, la democracia no llegará a ser ese sistema del cual pretendemos enorgullecernos. La educación del electorado es la vía para llegar a garantizar que nuestras democracias no sean solamente una etiqueta con la que se esconde un rebaño amansado. ¿Pero entonces a quién le compete esta educación? ¿Al Estado, al Tribunal Supremo de Elecciones, a los partidos políticos o a las familias? No lo sé, pero al menos considero importante que nos percatemos de este déficit de nuestro sistema, déficit que no nos permite avanzar a otro nivel de desarrollo político y nos retrae al caudillismo de antaño. Tal vez si aquel elector, al cual le llamó la atención un anuncio televisivo, conociera un poco más de las posiciones políticas de aquellos que lo promulgaron podría cambiar radicalmente su escogencia y con esto volcar una elección.

 

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