En aquello que es como ley consentida por todos es cosa dura hacer novedad. Antonio de Nebrija
Nunca se insistirá lo suficiente en señalar la importancia de la Universidad de Costa Rica en la configuración de la ciudadanía de nuestra democracia. No puede pensarse el modo de inscripción en la modernidad de Costa Rica y su gente, sin la Universidad pública, autónoma y humanista.
Lamentablemente en las últimas dos décadas aumentó la desigualdad social en el país. Eso quiere decir, entre otras cosas, que aumentó la desigualdad socioeducativa, producto de la concentración del capital y la degradación de las condiciones de vida de los sectores populares que asisten a los colegios públicos. Sin embargo, el sistema de admisión de nuestra universidad casi no ha sufrido cambios, como si el aumento de la desigualdad no reoperara sobre él.Y la consecuencia de un sistema de admisión impermeable a la desigualdad social, es que esta queda consagrada. Dicho de otro modo: la falta de atención a la crisis socioeducativa hace que nuestro sistema de admisión refuerce un pathos que constituye un peligro para la movilidad social. Y es inútil que se diga que «solo mide competencias», porque las famosas competencias cognitivas también son producto de la formación y no son estructuras a priori del sujeto cognoscente. Y tampoco podemos confiar en que cursos de aprestamiento al examen de admisión de ocho sesiones, compensen lo que a un joven se le negó desde la más temprana infancia.
Las habilidades están, sin excepción, configuradas por tejidos materiales y simbólicos. Por eso no se pueden «medir» como si estas tramas no existieran.
Y nuestra universidad es responsable del deterioro del sistema educativo, toda vez que es la principal responsable de la formación de los formadores. La dirigencia educativa y los conservadores (concediendo que no estoy haciendo valer una redundancia) insisten en formar a los formadores con un modelo generalista, que responde a una ontología arcaica, aquella de «ser para actuar». Un modelo no disciplinario estaría fundado en la primacía de la razón práctica y educaría en la novedad constituyente de «actuar para poder ser».
A lo que hay que agregarle algunas otras injusticias domésticas, toda vez que recibimos más estudiantes de los que podemos realmente atender en aulas y en profesores. Es un error calcular a priori la deserción estudiantil como también confiar ciegamente en la nota del examen de admisión: en los estudiantes de primer ingreso esa calificación es el operador y la cifra, supuestamente objetiva, de una injusticia que es el rezago en el trayecto socioeducativo. El examen de admisión está funcionando como el marcador de la desigualdad entre colegios privados y colegios públicos.
Los procesos educativos no son solo cuestiones técnicas como lo pretende cierto conservadurismo meritocrático y antipolítico. Hay un volumen de justicia social en la cosa educativa, que no se resuelve decidiendo sobre el deseo de los jóvenes. Por ello tampoco considero apropiado eso de la «segunda opción», porque termina enviando a muchísimos jóvenes a trayectorias académicas donde no quieren estar y, de paso, impide que ciertas escuelas puedan hacer una planificación medianamente sensata, si en dos años van a perder la mitad de sus estudiantes.
Pienso y propongo un sistema de admisión que abandone la epistemología del formulario y que sea un momento de la formación y no un instrumento de administración despolitizado. Y que ese momento formativo se haga responsable de la tensión que surge por la disposición de recursos materiales y simbólicos.
Y que esa tensión produzca un criterio de verdad no científico, pero sí moral: un sistema de admisión que saque a muchos jóvenes de la barbarie donde el neliberalismo los puso y los incluya en un proyecto civilizatorio y republicano, transformando esa barbarie en proyecto político. Algo que la UCR puede hacer, porque está en su pasado y debe hacer porque embellecería su futuro.