El suicido es un tema tabú. Sucede socialmente, como evidencian las cifras en Costa Rica y en el resto del mundo. Y no por invisibilizarlo, deja de existir. Algunos sostienen que el suicidio es una enfermedad (como deseo de autodestrucción), porque se nos enseña que debe amarse la vida en sí misma (instinto de conservación), pero no todos (los que se suicidan, por ejemplo) la aman (pues deciden otro rumbo para su vida) y, frente al valor que se da a la cantidad de años vividos, parece que otros prefieren la calidad de vida. Entonces, más allá de las verdades eternas, la actitud frente al suicidio debe evitar juicios condenatorios y actitudes que estigmatizan individuos y familias.
En Occidente, la reprobación político-social del suicidio se dio a partir de la dinastía de los Antoninos (siglo II). Fue con el emperador Marco Aurelio que el entusiasmo por la filosofía platónica llevó a considerar el suicidio una ofensa a la divinidad, pues los humanos eran chispas de la divinidad. La otra razón que pesó para ello fue la instauración del colonialismo en las campañas militares exteriores, que otorgaba a los amos el derecho de propiedad sobre los campesinos a los que empleaba (M. Bardet), en virtud de lo cual el suicidio atentaba contra ese derecho y la muerte era sinónimo de una deuda pagable por la familia del suicida, razón por la cual los esclavos evitaban suicidarse.
La sociedad occidental, que prima la riqueza material sobre los individuos, solo se puede sostener pidiéndole a la mayoría que aguante la vida monótona y miserable que vive mediante la amenaza de que el suicidio es una afrenta contra su Dios mientras llega la vida eterna; aunque la mayor amenaza más bien sea para quienes se apacientan (religiosa y políticamente) con sus riquezas y que saben que, sin la inmor(t)al mano de obra barata, no hay más acá que valga.
La prohibición del suicidio tiene su fundamento en la teología católica –y protestante– sobre todo en la interpretación del quinto mandamiento: “no matarás”. Se habla de una inclinación natural de autoconservación (Tomás de Aquino) en el que el suicidio violenta el bien de la comunidad, pues la parte afecta el todo (Vittoria) y que la vida es un don de Dios y, en consecuencia, es derecho de Dios. Sin embargo, llama la atención que se dieran –y se sigan dando– excepciones a la inviolabilidad de la vida: el aborto indirectamente realizado, el suicidio indirecto (por ejemplo, durante el siglo V, las mujeres, siendo perseguidas para dejar íntegra su honestidad, se lanzaban en el río, según indica san Agustín, en Ciudad de Dios, I, cap. 112), en legítima defensa personal, en beneficio de la colectividad dando muerte al malhechor (pena de muerte, en el «Código de Derecho Canónico» vigente) por parte de la autoridad pública o dando muerte al enemigo en situación de guerra justa (!) (según T. de Aquino y Alfonso de Ligorio muerte del tirano que pretende dominar por la fuerza) y finalmente, entregar a un inocente para salvar la ciudad (Lugo y A. de Ligorio).
Más allá de las formulaciones retóricas (por ejemplo, la defensa del no-nacido dejando morir de hambre a millones de niños nacidos, con la consecuente fineza política de recortar muchos derechos so pretexto de una actitud pro vida) y patéticas (la vida es bella porque sí) lo que ha hecho que se defienda en sí misma más bien tiene que ver con un ambiente de sacralización ideológico, asumir la vida como algo sacralizado es mítico porque se habla de “inspiración divina” evidente (!), con lo cual se niega y silencia el discernimiento moral. La argumentación es circular: la vida es inviolable porque no hay nada más sagrado que ella; o en lenguaje religioso circular, Dios dio (!) el precepto a su Iglesia y la Iglesia (!) es la depositaria de Dios.
Si la vida es un bien en usufructo (propiedad de Dios), esto sería quitarle valor a la vida y al suicidio.
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