“Territorio” es una palabra de amplio uso, tanto en contextos académicos como populares; sin embargo, casi nunca paramos a preguntarnos su significado, su origen y sus alcances.
Los diccionarios usualmente se refieren al territorio como la porción de tierra que es posesión de una persona, grupo, institución o Estado, los cuales ejercen soberanía sobre él, es decir, que tienen el poder de decidir en y sobre ese espacio.
Ya aquí llegamos a la palabra clave para entender al territorio: poder. Hablamos de territorio desde el momento en que un grupo humano ocupa y se apropia de un espacio determinado, ejerciendo poder sobre él.Desviándose de esa relación básica, hay grupos que no solo ocupan sino que dominan, y esa dominación no podría existir si no fuese a través del territorio. La naturaleza humana es social, por consiguiente es política y por consiguiente es territorial también. No existe vida humana separada del territorio. Y como la vida humana es diversa y contradictoria, el territorio también lo es.
El territorio es material y es simbólico; se compone de un conjunto de relaciones de poder inscritas dentro de un espacio concreto, en el cual no solo definimos nuestra propia condición, sino que nos diferenciamos de quienes son “diferentes”.
La concepción tradicional de territorio, la de los Estados nacionales, lo concibe como unidades (áreas) desconexas e independientes, que lo único que comparten es una frontera, (mapamundis “políticos”), ocultando la realidad compleja de los territorios múltiples, que se sobreponen, se entrecruzan y se mezclan, y sobre todo, que son dinámicos.
Ampliamos ya los alcances y posibilidades de esta palabra (y la realidad que esta palabra representa). Territorio no es solo aquel que está bajo una jurisdicción formal, sino que incluye cualquier forma de apropiación y experiencia sobre la tierra, desde los vendedores ambulantes en las calles de la ciudad, hasta las tierras indígenas de poblamiento ancestral, pasando por las territorialidades de los estudiantes, campesinos, pescadores, choferes de bus y empleadas domésticas, entre tantos otros.
Al principio anotábamos que es frecuente definir al territorio como posesión. Esto nos sugiere que el término no es neutro, está cargado de intencionalidad, de ideología, de una visión del mundo en particular. Esta visión, capitalista, liberal y occidental, se ha impuesto como la única forma de territorialidad, una dimensión más de la colonialidad. La propiedad privada, en donde las tierras son divididas y declaradas posesión de individuos, es el emblema territorial del mundo moderno-colonial.
No es una utopía ni una falacia: han habido (¡y todavía hay!) innumerables grupos humanos en los cuales no existe tal cosa como la propiedad privada, incluyendo en este país los territorios indígenas. La tierra es de todos y es de nadie, no es posesión sino abrigo, es el fundamento físico y espiritual de la existencia colectiva, heredado de generación en generación. En estos casos se ejerce poder también, pero no es un objetivo usar el territorio para dominar, sino para sobrevivir y reproducirse.
El territorio nos demuestra que los humanos no podemos (ni debemos intentar) separarnos de la naturaleza, porque el territorio se compone de energía natural y energía humana, inseparables, en permanente movimiento. Y aunque hayamos cometido tantos errores como especie, no quiere decir que tengamos que seguir incurriendo en ellos, sobre todo existiendo los admirables ejemplos de pueblos que han conseguido cuidar y vivir satisfactoriamente en sus territorios. Territorios, en plural, es la clave para entender mejor esta realidad y actuar con más claridad en este mundo. Unos lo hacen desde hace mucho tiempo, otros ya lo incorporaron y muchos otros se suman cada día a la vida colectiva-comunitaria-compartida; nuevos protagonistas y movimientos, que buscamos algo diferente, que creemos, más que simplemente territorios habitados por humanos, territorios realmente humanos.