Ética docente

Con pesar leí la noticia de que el Dr. Jézer González, profesor emérito de la Universidad de Costa Rica, había muerto. Con seguridad lo

Con pesar leí la noticia de que el Dr. Jézer González, profesor emérito de la Universidad de Costa Rica, había muerto. Con seguridad lo echarán de menos muchos estudiantes de aquellos tiempos en que valían algo los billetes de diez colones en los que -no sin cierta pueril ingenuidad- la Universidad de Costa Rica aparecía representada con la imagen de Rodrigo Facio  y el edificio del entonces Ciencias y Letras, hoy de Estudios Generales. Es casi inevitable evocar otras figuras de entonces: la juvenil inconformidad de Constantino Láscaris, el respetable porte de Teodoro Olarte y su pipa, Gil Chaverri y su tabla, así como otros tantos -muchos vivos aún- de una generación que le dio esplendor intelectual a la única casa de enseñanza superior que existía entonces.

Por supuesto que hubo facultades cuyos docentes fueron especialmente importantes en la definición del perfil sociopolítico de Costa Rica, algunas de ellas herencia de la Universidad de Santo Tomás. Ciencias Económicas que en esos años compartía con Derecho y Trabajo Social el mismo edificio; Ingeniería que también fue la casa que alojó y promovió el desarrollo de la informática en Costa Rica. Microbiología, Farmacia; Agronomía y su «cazadora» -un pintoresco busito de carrocería de madera- para las giras de instrucción. Casi tardíamente, por la importancia que siempre ha tenido, apareció la Facultad de Medicina. Fueron tiempos en que la Universidad invirtió sumas cuantiosas en recursos físicos y humanos; cuando los derroteros intelectuales eran Argentina, México, España y tal vez Francia, seguidos por generaciones que después fueron a Estados Unidos, Inglaterra, Alemania y destinos más lejanos para conformar los profesores «jubilables» de hoy.

 

Entre muchas cosas, la Universidad debería hacer ostentación de la calidad ética de sus profesores. En muchos edificios las numerosas placas que -como el himno del Colegio de San Luis Gonzaga- recuerdan  a «los hombres que honraron a la patria». En verdad, los padres todavía mandan a sus hijos a la «Universidad» con la certeza de que estarán más seguros que enviándolos a la iglesia -católica-  en estos días erosionada de fieles y agobiada por la pederastia.

Recientemente el país fue remecido por temblores políticos sin precedentes. De la noche a la mañana, en el transcurso de solo un mes, el Doctor Miguel Angel Rodríguez pasó de ser el Secretario General de la Organización de Estados Americanos -elegido por unanimidad, domiciliado en Washington, protagonista de un sueño de muchos- a residente de una de las mazmorras de La Reforma, un sueño de pocos, indiciado por hechos ocurridos durante su administración. Por supuesto que estas son desventuras de las que todo mundo tiene noticia. Lo que pocos saben es que el Dr. Rodríguez es colega nuestro, profesor con licencia sin goce de sueldo de la Facultad de Ciencias Económicas, permiso justificado por el hecho de asumir la secretaría de la OEA. ¡Qué contraste con los docentes de tres décadas atrás!

Escandalizados por esa estrepitosa caída que con seguridad todos nos duele por lo que para el Costa Rica significaba, es sin embargo necesario preguntarnos qué responsabilidad como colegas nos cabe. En una falsa solidaridad ¿debo quedarme callado, consintiendo con mi silencio que la Universidad pueda eventualmente ser calificada de cómplice por omisa al no haber considerado explícitamente el caso del Dr. Rodríguez? Cierto, el expresidente no ha sido todavía encausado y menos condenado pero, habiendo expirado el motivo que dio origen al permiso, ¿podría este aún considerarse válido? ¿Cómo debe actuar la Universidad en este caso? Por extensión, ¿es apropiado que la Universidad emplee como profesores a personas que se han visto envueltas en los escándalos de meses atrás?

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