“frío” amenazaba con llover, eran las 7:30 a.m. de un domingo de noviembre. Delante del
Café, ante mi ventana, un acontecimiento atrajo mi atención.
He aquí el acontecimiento. En la vereda de enfrente tres figuritas, cual pesebre
andante, aparecían ante mis ojos. Era evidente que se trataba de una familia típica, pero no
tan típica. Ella era de piel albina, tropezaba, apenas podía ver; él era ciego y se ayudaba
con un bastón especial; delante de ellos un niño de unos cinco años, con camisa deportiva a
rayas, conducía a su madre de la mano y guiaba a ambos.
Ese es el milagro. Casi unidos por la ceguera real o potencial, pero todos unidos por
el afecto y por un amor genuino, real, no aparente. Factor este último del cual no todos
gozan, pese a ser ricos o pobres, creyentes, agnósticos o ateos, demócratas o conservadores,
liberales o comunistas, guapos, feos o espantosos, mujeres u hombres, niños, jóvenes,
maduros, ancianos. Y no gozan de él porque el amor no se vende, ni en boticas ni en
supermercados, ni aparece al abrir una caja de cereales, ni repentina y mágicamente como
enseñan, amaestrando a las gentes, las películas y la TV.
¡Este es el milagro! Tres personitas que, pese a sus limitaciones, tienen el arrojo de
amarse y tienen la gallardía de gritarnos a todos: “no nos amamos porque nos necesitamos,
sino que nos necesitamos porque nos amamos”. O sea, nos dicen: “nosotros, que tenemos
líos con la vista, hemos visto que el amor es un arte del que no todos gozan, ni que todos
conocen y que, evidentemente, no todos practican”.