Me encuentro tendido en una hermosa colina desde la que puedo observar todo el Valle Central. Me incorporo, veo el inmenso cielo azul que se entromete en mi campo visual, y miro atónito la nube que pasa a mi lado, la cual es, ahora, un glaciar de diamante y plata de proporciones inmensurables… Su majestuosidad y belleza son tales que se me hace imposible, absurdo, el haberlas obviado hace unos minutos cuando observé el cielo por última vez. ¿Qué fue lo que cambió?
Doy unos pasos, miro a mi alrededor, y descubro que todo parece brillar con una luz propia e interna: todo se ve y se siente más lleno de vida y más imbuido de significado, de lo que en ningún otro momento me hubiera llegado a percatar. Los pinos, montañas, nubes y flores a mí alrededor están continuamente transformándose, una y otra vez, en sí mismos; reafirmándose ontológicamente; respirando existencialmente en un despliegue sin retorno, en un eterno e indescriptiblemente hermoso baile de cualidades envolventes, extáticas, inefables…
Me detengo un momento, y miro el suave pasto bajo mis pies: ¡increíble! Ese suelo, ese mismo suelo que alguna vez vi y me pareció un embrollo indescifrable de matas verdes, es ahora un delicado mosaico de geometría y forma espectaculares, cuyos diseños disfrazados de zacates, florcillas, insectos, hierbas e innumerables organismos, parecen estar ahora complejamente organizados y en perfecta armonía. ¡Jade, esmeralda, sol y oro!: parecen gritar, con una retórica colorida, atrayendo mi atención. Y al mirar el micropaisaje, este me mira de vuelta… se ríe y yo me río… Me sumerjo —con trepidación— en la contemplación estética… Empiezo a pensar que es indescifrable, indecible, un vector informacional inescapable en el cual se hunde mi atención: ya que entre más lo miro (y este me mira de vuelta) la complejidad aumenta y evoluciona; se trastoca el locus de la identidad; una inmanencia distribuida empieza a emerger; yo y no-yo se pliegan el uno sobre el otro y surge una identidad no-local: ¡estamos imbricados, biosistémicamente ligados! En realidad, nunca estuvimos separados… Una onda expansiva de dicha y éxtasis recorren mi ser, infundiéndome serenidad, concediéndome un profundo sentido de humildad. ¡Asombroso!
Parpadeo y estoy de nuevo en el mosaico verde, frente a la hermosa cerámica del suelo vegetal; no obstante, he recobrado parte de la “gracia” de reconocer, súbitamente, mi membrecía interrelacionada dentro de la comunidad de organismos vivientes en el planeta. Ha ocurrido una experiencia ecodélica: un llamado a la interconexión: son las (buenas) “noticias” de la imbricación.
Sigo caminando (¿flotando, vibrando?) y las ramas desnudas de hojas parecen respirar con cierta melancolía. Exploro la cambiante ecología “externa” e “interna” que se despliega ante mí. Entro en el bosque de pinos y algo me obliga a detenerme: es como si una energía intentara hacerme flotar, levantarme del suelo. Tengo la impresión de lidiar con algo muy antiguo, milenario. Y ahora el bosque no está en frente de mí ni a mi alrededor, sino que se encuentra tanto “fuera” como “dentro” de mí; como si estuviera yo en la mitad de su existencia, por así decirlo, y la totalidad de su Ser-en-el-Mundo me atravesara punzantemente: una especie de cálido anidamiento, que a su vez me reclama una respuesta ante el sufrimiento sistémico despiadado que como especie hemos infligido a la naturaleza…
Mi ego —o lo poco que queda de él— se pregunta, aterrado, ¿qué ocurre? En un desesperado intento por salvarse de la fragmentación y eventual disolución total a la que está siendo sometido, alude seductoramente a la seguridad y el control que me brinda usualmente mi identidad egóica, local, socialmente construida; me narra, desconsolado, mi historia personal, los detalles de la necesidad y utilidad de mi bagaje cultural, con tal de afianzar nuevamente su dominio. Sin embargo, la “interpelación trashumana” de la “nube-glaciar de diamante”, de la “danza de imbricación del ecosistema”, del complejo e hilarante “micropaisaje del pasto-mosaico envolvente” así como del “bosque de pinos-sistema anidador e interrogador”, desembocan, en última instancia, en su muerte —al menos temporal…, y lo que emerge es una identidad distribuida y no local— imbuida de dicha y asombro… Lo que permanece es el palpable reconocimiento, la repentina y absoluta convicción de estar involucrado en un ecosistema densamente interconectado, para el cual las tácticas contemporáneas de la identidad humana son insuficientes…