Los académicos hemos experimentado un proceso de «asfixia» y una pérdida de la capacidad de respuesta a los problemas nacionales motivada, muy probablemente, en el desencanto y frustración con respecto a la forma como se deben tramitar las iniciativas en lo interno y por el exceso de normas y reglamentos que rigen los procesos administrativos.
Cada vez es más frecuente observar, y solo por citar algunas prácticas, cómo la reglamentación interna cambia según lo hacen las normas y reglamentos de la Contraloría General de la República (CGR), como así el sorprendente número de litigios interpuestos contra la Universidad por profesores o estudiantes que simplemente no aceptan los fallos de los órganos universitarios competentes (véase Semanario No 1444-2001, Demandemos a los Tribunales, por el autor, y el Informe 2001 del Rector), o bien, las frecuentes consultas de las autoridades administrativas a la CGR con el objeto de obtener consejo para resolver «conflictos» de la sola competencia de la Universidad. Obviamente esta situación no es deseable para la salud institucional ni la merece una Universidad con una autonomía especial y completa (Voto 1313, Sala Constitucional) como la que se desprende del Artículo 84 de la Constitución Política.
Don Carlos Monge Alfaro, en su informe a la Asamblea Universitaria el 3 de mayo de 1965, manifestó, entre otras cosas, lo siguiente: «… Los Constituyentes de 1949 consagraron la autonomía universitaria en el artículo 8, considerado como una de las más hermosas declaraciones y principios de la historia de la educación costarricense. Dice así: ‘La Universidad de Costa Rica es una institución de cultura superior que goza de independencia para el desempeño de sus funciones y de plena capacidad jurídica para adquirir derechos y contraer obligaciones, así como para darse su organización y gobierno propios’. Aun cuando el texto del artículo es claro y su contenido preciso, varios de los que hemos tenido el alto honor de dirigir esta Casa de Estudios hemos salido con frecuencia a la palestra a explicar los alcances de la autonomía universitaria y su importancia en el desarrollo de las tareas a ella encomendada por la Carta Magna y su propio Estatuto Orgánico. Más pareciera que es urgente poner de nuevo el dedo en el renglón.» Lamentablemente, en las últimas décadas el señalamiento de este precioso renglón no se ha hecho ni con el fervor requerido ni con la pertinencia necesaria, por lo tanto, ahora, más que nunca, es «urgente poner de nuevo el dedo en el renglón.»El acatamiento voluntario de la Universidad, entiéndase de todos nosotros los académicos y por lo tanto de las autoridades universitarias, a la normativa que rige la Administración Pública, ha hecho que el estilo de administración que tenemos hoy corresponda más al de un Ministerio, que al de una institución de educación superior estatal, como lo señala el artículo 84. No se pretende de ninguna forma hacer creer que la educación superior pública constituye un estado dentro de otro Estado; ya la Sala Constitucional falló al respecto. Sino, que la Educación Superior Pública tenga la potestad constitucional de darse su propia administración y sobre esta, establecer la relación con los órganos contralores de la Administración Pública. Al haber aceptado, en forma voluntaria y a contrapelo del mandato constitucional, las normativas y reglamentos que rigen la Administración Pública en general, hemos aceptado la imposición de una forma de administración que no corresponde a una institución llamada a la creación de conocimiento, a innovar y a educar a los hombres y mujeres habitantes de este país que tendrán la gran responsabilidad de tomar las riendas del desarrollo nacional en el futuro cercano.
Es de allí la gran responsabilidad que tenemos por delante y, por lo tanto, la invitación que un grupo de académicos preocupados por esta situación, le hacemos para que juntos construyamos esa gran Alianza Académica para la defensa de la autonomía universitaria.