Hace bastante rato se avista y lee, que hay sectores de nuestra sociedad costarricense encallados en “terrenos fértiles” para el crimen organizado.
Es decir, la delincuencia organizada, en su demencia social, catapultó los “terrenos fértiles” de capitales humanos perdidos, sembrando sus semillas en “haciendas “ conocidas como: la deserción o expulsión del sistema educativo, el mundo de los “néctares” de la droga, la transformación de los valores, el empobrecimiento de sectores sociales vulnerables, entre otros espacios o escenarios de violencia, críticos y vulnerables, focalizados en centros urbanos de nuestras ciudades.
Estas áreas urbanas y sus “malformaciones sociales” permitieron o fueron endebles para las teorías o enfoques del mal, aprovechándose, quizás, de la fragilidad de las redes de contención y la profunda crisis que se percibe en la seguridad pública de nuestra sociedad costarricense, una sociedad embargada, una sociedad secuestrada por el hampa impune y el crimen organizado, que se diluye en una administración de justicia frágil, a la hora de atender esa mala “cosecha social”, de sectores o asentamientos humanos, tales como: inmigrantes, clase obrera empobrecida y la ruralización de la ciudad, entre otros.
Por otra parte, encontramos otro ensamblaje, un cómplice sistémico, me refiero a un “sistema educativo light” que ha permitido la construcción paralela de otro costarricense, infiltrado entre las fisuras y grietas del sistema. Aquí encontramos sus insumos sociales; como la cultura del “pobrecito”, la alcahuetería, la ocurrencia de las políticas educativas, el irrespeto de padres y madres de familia ante una autoridad institucional, son todos ellos, algunos ingredientes de primer orden para la esencia malvada de la deserción del sistema. Debe agregarse, a este coctel, una pizca del desempleo, así como, los conflictos éticos, hacia la otra acera donde libra el caos.
En ese sentido, hay razones de relevancia para expresarse sobre este tema, buscando en la sociología, como ciencia social un marco conceptual teórico relacionado con la desviación social y un análisis de planes de gestión gubernamental, para golpear al crimen organizado, como el proyecto que se discute en la Asamblea Legislativa, sobre este fenómeno descrito.
Desde el punto de vista teórico, las relaciones entre pobreza y transgresión han sido extensamente debatidas en la literatura específica sin llegar a conclusiones definitivas. No obstante, estos indicadores son parte de un capital simbólico, que proporciona el nexo entre condición socioeconómica, sociabilidad, cultura local, espacio público y transgresión, consumo de drogas, presencia del mercado de armas, violencia intrafamiliar, violencia juvenil, ineficiencia de la justicia, falta de capacidad de las instituciones encargadas de prevenir y controlar los delitos, un sistema educativo frágil, uso de armas por los propios ciudadanos, agresividad de los victimarios, sin olvidar la expansión y diversificación de las actividades propias de la criminalidad organizada como son el tráfico de drogas, secuestros, y otros que son la dimensión o el espacio para ejercer su poder simbólico.
En esos “mercados sociales” se introdujo el caos como fenómeno alternativo y paralelo a la ruta de nuestro tiempo. No se trata entonces de un fenómeno nuevo, si consideramos nuestra historia de conquistas y luchas, o las producciones individuales donde la agresividad aflora en el marco de las relaciones interpersonales de nuestro mundo social.
La gravedad e intensidad del delito en la cotidianeidad de los espacios urbanos y sus instituciones, se manifiesta al estallido de sus conflictos sociales y económicos, a los que responde.
En las condiciones actuales es posible sostener que el caos se alberga en nuestra vida cotidiana, se manifiesta en espacios de lucha por la dominación, convirtiendo al prójimo en un enemigo, un contrario al que forzosamente se subordina.
La violencia aparece así, como un recurso generalizado que legitima la fuerza como medio para la resolución de frustraciones y conflictos, tanto en el mundo privado como público, generando sus propios mecanismos de reproducción que promueven esa cultura de violencia urbana.