El movimiento feminista ha logrado significativos avances holísticos, en cuanto a la opresión de la mujer, en un sistema basado en los intereses de los hombres heterosexuales; aunado, también, en las matrices heterosexistas que discurren, según Judith Butler, en las reglas coherentes del género y la matriz cultural.
El lenguaje, como vehículo máxime de comunicación, es el reflejo fidedigno de los estereotipos, roles de género fijados y prejuicios que subyacen en el pensamiento humano, los cuales resultan, sin duda alguna, de una realidad desteñida por la socialización del sexismo, motivada por la opresión hacia las mujeres y la población LGTBIQ. Cabe destacar que, según Butler, para la feminista francesa Monique Wittig «el lenguaje es una herramienta o instrumento que en ningún caso es misógino en sus estructuras, sino solo en sus utilizaciones».
De tal forma, adjetivos peyorativos como «zorra/perra/tierrosa», «puta», «playo», «maricón», «marimacha», emitidos en diversos espacios con intensiones de minusvaloración del otro/otra, son la evidencia del berrinche de las estructuras opresoras-patriarcales ante el resquebrajamiento de las columnas ideológicas, creadas desde su inicio; ante el desplazamiento de los seres humanos, en diferentes experiencias sexuales y géneros construidos.
Para efectos del presente artículo, esbozar las implicaciones sobre el decirle a una mujer «zorra/perra/tierrosa» inicia a partir de una jerarquía donde el emisor se posiciona en un escaque moralmente privilegiado, cuyo —pre—juicio, impulsado por concepciones sexistas e hipócritas, es verdadero e ineludible. «Zorra/perra/tierrosa» discurre en la cosificación del cuerpo femenino; en la visualización de la mujer como una recibidora per se de las críticas y percepciones de quienes pretenden poseer una moral ejemplar —¿existe tal moral ejemplar?—; de quienes —aún— procesan la libertad —sexual— del otro y la otra, paralelamente, a la desintoxicación de las construcciones patriarcales de su realidad.
En relación con lo anterior, es erróneo presuponer que tales acciones son expresadas únicamente por sujetos heterosexuales machistas, o por quienes no poseen una sensibilidad en temas de género y diversidad sexual; tales improperios, abundan en el diálogo cotidiano de quienes nos jactamos de luchar por la igualdad, de quienes hacemos de la equidad nuestro derrotero. Y ante ello, no queda más que autorreflexionar, disculparse y seguir con la revolución.
Como dijo Yadira Calvo, en una entrevista para Literofilia, «lenguaje inclusivo no es usar, ellos y ellas, muchachas y muchachos y poner arrobas»; el lenguaje inclusivo discurre en la decantación de las concepciones y prejuicios sexistas, en la reflexión individual —y colectiva— de la utilización del lenguaje: a quién, cómo y por qué dirigimos etiquetas peyorativas. Al final de cuentas, el ser «zorra/perra/tierrosa» o «zorro/perro/tierroso» pasa por la decisión de nuestros propios cuerpos, y no, por la de los moralistas —quienes son muy comunes en las culturas e identidades costarricenses—.
0 comments