El Prometeo del ballet

A propósito de la celebración del centenario de Georges Balanchine (1904-1983), en ciudades tan disímiles como Amsterdam, París, Zürich, Londres, Helsinki, Moscú, San Petersburgo,

A propósito de la celebración del centenario de Georges Balanchine (1904-1983), en ciudades tan disímiles como Amsterdam, París, Zürich, Londres, Helsinki, Moscú, San Petersburgo, y otras estadounidenses con Nueva York a la cabeza, rememoramos para los lectores el porqué de tal consideración a este artista ruso-norteamericano, el coreógrafo más importante del siglo XX.

Él es el Mozart del género: sus cientos de títulos, varios obras maestras, se bailan en todas las compañías de ballet del mundo y continúan siendo solicitados cada vez a la fundación que gestiona su herencia. Este vasto repertorio no tiene paralelo en la historia de la danza. Un espíritu tan prolífico y una capacidad creadora que fluía como agua, motiva la comparación con Mozart. ¿No le decía el austríaco a Salieri en el filme Amadeus: «Es que yo lo tengo todo aquí», señalando a la cabeza, para explicarle al otro de dónde le venían tantas ideas musicales?

Pero, aun si asombrosa -más tratándose de coreografiar, la más reacia y artificial de las faenas creadoras-, claro está que una disposición mozartiana no explica por sí sola la importancia del legado de Balanchine. Sí, la eterna cuestión de la cantidad y la calidad. El quid radica en que la calidad acompañó muchas veces a esa cantidad tan desbordante. Mas lo fundamental es, sin embargo, el tipo de calidad. Y aquí nos vamos a detener.

Balanchine es el coréografo más influyente en cuatrocientos años de decurso balletístico, después de Marius Petipa. No por gusto Balanchine siempre se declaró «hijo de Petipa». Si hoy por hoy Petipa (1818-1910), el autor de El lago de los cisnes, La bella durmiente del bosque, Cascanueces, Don Quijote…, resplandece y continúa siendo imprescindible -véanse sino los concursos internacionales, donde casi todo lo que determina el poderío técnico con el que se juzga remite al repertorio petipaniano-, ello se debe en buena medida a cómo Balanchine hizo mejor entender a Petipa, limpiando al ballet de falsos derroteros literarios-ay, el «mensaje» de la obra artística-y logrando apartarlo a tiempo de la trampa de Diáguilev, esto es, que el ballet era un «arte colaborativo» donde se unían la pintura, el diseño, la poesía, la música y donde lo que menos relevancia tenía en sí misma, como medio autónomo de expresión, era la danza.

Petipa es quien, primero que Balanchine -el ballet es un arte de transmisión por excelencia-comprende que hay un lenguaje intrínseco, ya fijado desde Luis XIV pero que se fue desarrollando paulatinamente como todo lenguaje, que merece valorarse si es que de ballet como género artístico distintivo hablamos, y no de un sueño dramatúrgico a la manera de Noverre (1727-1810), para no hablar del esteta Diáguilev quien sabía de todas las artes menos de ballet. El resto lo hizo el talento de Petipa para ordenar pasos en una secuencia coherente, que es decir abstracta al mismo tiempo.

Y lo hizo de tal manera que no sólo permanecen como referentes, sino que además le abrieron la puerta a su discípulo Balanchine.

No obstante, hay que situar a cada uno de estos dos artistas en su tiempo, de modo que la grandeza particular de Georges brillará por sí sola. Petipa era un hombre del siglo XIX, que es decir del romanticismo y de cierto realismo pero especialmente del primero, lo cual equivale a decir, en definitivas, teatro y literatura. Por lo tanto, época obliga: Petipa puso el lenguaje del ballet, su lenguaje, en función de una historia determinada. Sólo que él además poseía un agudo instinto teatral, y esto, de la  mano de la eclosión de la técnica-es el momento en que se hacen conocidos los famosos 32 fouettés, por ejemplo-, convirtieron a sus ballets en el antecedente de la Metro Goldwin Mayer, con león incluido.

Pero aquí se nos aparece Chaicovski, puesto que la colaboración del gran compositor, amante del ballet, fue determinante para que varios de los ballets de Petipa con música de Chaicovski sean hoy vistos como realizaciones paradigmáticas, ya sin que cuente lo hollywoodesco en ciernes.

Chaicovski es tan…él a la hora de componer para la danza (y perdone aquí el lector el rapto balletístico) que, a veces, escuchándolo, se piensa que si Rusia como nación cultural está justificada, pudiera ser tan sólo por haber dado a Chaicovski, aun a riesgo de ser más que injustos con el resto de grandes escritores, músicos, artistas y bailarines rusos.

Valga la mención a Chaicovski, porque no se puede entender bien a Balanchine sin él, puesto que Georges se propuso hacer de su colaboración con Igor Stravinsky lo mismo que Petipa había hecho de la suya con Chaicovski. «Stravinsky es el Chaicovski del siglo XX», decía. Entonces, ¿Balanchine es el Petipa del siglo XX? Qué duda cabe, si ya Georges se encargó de hacerse la publicidad, que muy pronto aprendió en Norteamérica. Mas no, examinemos esto consecuentemente.

Balanchine se pertrechó con la lección de Petipa y la convirtió en el estandarte del recién pasado siglo, porque la re-interpretó y la revitalizó a la luz de las vanguardias artísticas de las primeras décadas de esa centuria, que tantos cambios trajo no sólo en el arte sino también en la historia. (De cómo la historia zarandeó a Georges, hablaremos al final.)

Fue Balanchine quien convirtió la abstracción de las artes plásticas en un signo con el mismo valor para la danza. Decía:

«Tenemos que comprender que la danza es un arte independiente e importante, y no meramente un arte que acompaña a los otros. Yo creo que es una de las grandes artes. Como la música de los grandes compositores, la danza puede ser disfrutada y entendida sin que medie cualquier introducción verbal o explicación. Algunos ballets, contrario a lo que pasa en las sinfonías, no pueden ser entendidos sin notas al programa, los espectadores se están refiriendo constantemente al libreto para aprender que las dos mujeres en la escena son madre e hija, y que el caballero que acaba de entrar es el medio-hermano de una de ellas. En los tiempos de Petipa estas cosas, que no podían ser expresadas en movimiento, podían decirse en pantomima. Pero hoy este arte elaborado está casi completamente en decadencia, y ha sido remplazado por largas notas al programa. Lo importante en un ballet es el movimiento por sí mismo, como el sonido lo es en una sinfonía. El ballet puede contener una historia, pero es el espectáculo visual, y no la historia, el elemento esencial. (…) Sí, el ballet es significante, pero primero que todo es un placer».

Sin dudas, el que Balanchine fuera músico al mismo tiempo que coreógrafo, influyó en su concepción prometeica de la danza, al entregarle a ésta el fuego de sí misma. Para la «petite histoire»: el padre de Georges,  Meliton Balanchivadze, georgiano, era compositor, y el propio «Georgi» estudió piano y composición en el Conservatorio de Petrogrado (que ya le habían  cambiado el nombre a la ciudad de Pedro el Grande los bolcheviques) entre 1920 y 1923. Incluso en varias ocasiones en Nueva York, dirigía Balanchine la orquesta en sus ballets, como en Tema y variaciones (sobre la Suite no. 3 de Chaicovski ), donde Alicia Alonso, la intérprete que lo estrenó, contó alguna vez que a Balanchine  se abstraía tanto en su función de conductor de la orquesta que se olvidaba de que había bailarines sobre el escenario. Esto podía ser serio porque en el ballet el director de la orquesta debe seguir a los danzantes, con tal de adecuar los «tempos», pero ellos, además, tenían que asumir la coreografía. En esos momentos Balanchine sólo era el director musical, y aceleraba la música según le iba dictando su inspiración. ¿Acordarse de seguir a los bailarines? No era el caso. Como ya de por sí la coreografía de Tema y variaciones era endiablada-aprovecho para anotar que la complejidad técnica es una de las características balanchinianas-, un «tempo» más rápido la hacía más «imbailable» aún. Alicia Alonso se permitió después de esto regalarle una batuta a Balanchine.

LA ESTÉTICA BALANCHINIANA

Las bailarinas clásicas son conocidas en los medios profanos por ser extremadamente delgadas. A quiénes preguntan por qué, se les suele decir que es debido a una estética, la del ballet, y a que los hombres deben levantarlas en peso, por lo cual ellos son los que imponen unos límites a lo que deben portar sobre sus brazos. Pero lo que acaso no sea muy conocido es que quién instauró esa estética de la bailarina anoréxica fue Georges Balanchine, aunque, debe señalarse, él no era misógino sino más bien lo contrario. «El ballet es la mujer», decía, como si pretendiera borrar a Nijinski y compañía (y las bailarinas-mujeres-musas de Balanchine, esa es otra historia, también «petite»).

No quiere decir que con anterioridad a Balanchine las bailarinas-y los bailarines-fueran obesos, que nunca lo han sido, pero ciertas redondeces no eran mal vistas. Fue él quien, el primero, comenzó a preconizar y a exigir que fueran translúcidas, como una metáfora nietzscheana: «Que todo lo pesado se vuelva ligero». Con cierto toque sádico, admitámoslo, pues su violín de Ingres era cocinar, se creía mejor chef que coréografo, invitaba a las bailarinas a su casa para que admiraran sus creaciones, y mientras salivaban les decía: «Pero eso no lo puedes comer».

También Balanchine insistió en  piernas y siluetas más largas que posible, sin dejar a un lado una armonía inmanente. De ahí que fuera tan atraído para incorporar a su compañía a los bailarines-vikingos-nórdicos, ya suficientemente altos y longilíneos por naturaleza, como para no desentonar con sus bailarinas, pues no hay que olvidar que las puntas alargan la silueta femenina en el ballet y los hombres están en desventaja.

Creo que esta obsesión plástica guarda asimismo relación con las vanguardias artísticas que nutrieron a Balanchine: economía última del trazo, pureza definitiva de la forma, hasta reducirla a un concepto, como Malevitch, otro ruso.

Pero si Malevitch, con su Blanco sobre blanco, sepultó para la siempre a la pintura tradicional, en espera de que Duchamp la hiciera «conceptual» de veras, Balanchine, aun si consciente o inconscientemente inspirado por esto-que da igual-, no podía destruir al ballet sino otorgarle su verdadera identidad. Porque, como en un juego de espejos, éste aún no se había visto él mismo su cara, lo cual si era el caso de la pintura desde Rafael, Leonardo y Velázquez. O sea, si la abstracción en las artes plásticas significó aquí un cierto punto final desde una perspectiva ideológica, ya que no renacentista, en el ballet -curioso, pero no casual, el ballet es un producto del Renacimiento-, gracias a Balanchine, fue el fuego de Prometeo.

Para el ensayista ruso Solomon Volkov-autor de Conversaciones con Georges Balanchine, variaciones sobre Chaicovski, acaso la última vez en que el coreógrafo se confesó artísticamente-, el petersburguiano Balanchine, aun si de orígenes en Georgia, fue un brillante exponente de lo que Volkov llama la «gran cultura de San Petersburgo», y a la cual le ha dedicado un inmenso libro de 700 páginas, San Petersburgo, tres siglos de cultura.

Pese a su desmesura, está construido sobre una lógica interna, que relaciona a  cada gran figura de la literatura y del arte que se haya originado o desarrollado en la ciudad del Neva. Por citar a unos pocos, al vuelo: Pushkin, Dostoievski, Chaicovski, Akhmatova, el propio Balanchine, o Petipa, Nureyev, Di*guilev, Brodsky, Mandelstam, Shostakovich… Cada uno de ellos -y ellas- es la continuación de un anterior, como si el fantasma del «Caballero de Bronce», el símbolo de la ciudad, los mantuviera en perenne hechizo.

Ello se explica por el espacio histórico del antiguo Leningrado. Y aunque Volkov no lo enfatiza, personalmente pienso que las últimas décadas del siglo XIX -cuando florecen Petipa y Chaicovski- y las primeras del XX, en que irrumpen Diáguilev, Pavlova, Nijinski, Stravinsky, Balanchine y la cohorte vanguardista, tanto en la literatura como en las artes plásticas, fueron una de las cumbres de la historia cultural de Occidente. Cuando esta cumbre estaba en su momento más climático, como si fuera un castigo divino-¿no lo anunciaba Rasputine?-, llegó la Revolución de Octubre.

Un ruso blanco

Aun si nacido y formado en este San Petersburgo secular, Balanchine conoce a la Revolución desde sus primeros años, cuando todavía es estudiante de ballet  de la Escuela Imperial del Mariinksi, y muy pronto se desencanta. En esos oscuros años de hambre y frío, contrae una tuberculosis que le dejará secuelas a lo largo de toda su vida- de ahí que nunca engordara aunque cocinara como el chef que sin dudas fue. No obstante, se las arregló para presentar al Joven Ballet de Balanchine en 1922, y dos años más tarde, cuando muere Lenin, convence a los Soviets para que le permitan presentarse en Alemania y así difundir el «nuevo ballet soviético». Lo que quería era escapar. Se une a Diáguilev en París, quien convierte a Balanchivadze-Europa obliga-en Balanchine, y hace sus primeras coreografías en Occidente, entre ellas Apollon Musagete (1928), con Stravinsky, todavía hoy una obra insuperable y emblemática. Pero Diáguilev muere en 1929, en Venecia -no podía ser de otro modo- y todos los artistas rusos se encuentran intempestivamente sin la protección que la energía del empresario les prodigaba.

Tras varios intentos de sobrevivir literal y artísticamente en Europa, en 1933 hace su «entrée» la figura providencial para Balanchine de Lincoln Kirstein, un esteta norteamericano no desprovisto de medios, que soñaba con hacer un ballet nacional en los Estados Unidos. El escogido fue Balanchine, quien pronto se olvidó de Europa-ya lo había hecho con Rusia, aunque a la manera de Volkov fue petersburguiano hasta su muerte-y se adaptó rápidamente a su nueva tierra, de la cual se hizo ciudadano en cuanto pudo, y a la cual contribuyó con la creación de la School of American Ballet, donde se han formado los mejores bailarines norteamericanos desde entonces, y del New York City Ballet (1948), la compañía balanchiniana, hoy su heredera. Cuando ésta, un orgullo para los EU, hizo una gira en 1962 por la Unión Soviética, y Balanchine vuelve a Leningrado, a Moscú, a Georgia, insistía altivo pero sobre todo cauteloso: «Yo no soy ruso, yo soy ciudadano de los Estados Unidos de América». Por supuesto, pero en 1983 murió, además, como ciudadano de ese San Petersburgo de Volkov, mítico y enjoyado.

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