El público del traspaso reflejó la diversidad del pueblo costarricense, en común tenían la admiración por el presidente electo. (Foto: David Bolaños)
Las graderías se llenaron de gente que derrochaba cariño por el nuevo presidente.
A pesar de la entrega de todas las entradas, no todos llegaron al evento.
Eran las 8:30 de la mañana y si usted no sabía lo que pasaba en el Estadio Nacional, puede que su más probable apuesta fuera por pensar que había un concierto: las filas de gente esperando entrar daban la vuelta a todos los costados del estadio.
Ramona Peña se había levantado a las 3:00 de la mañana y a las 4:00 ya estaba montada en una buseta camino a San José. Vive en Abangares pero para ella ese día era imperdible: “Ya había venido una vez a un traspaso pero esta vez vengo por don Luis Guillermo. Espero una buena presidencia, ¡para volverlo a poner!”, contaba con ilusión.
No solo en Guanacaste madrugaron, las personas venían de todas partes del país. Los dirigentes de clubes del PAC de diferentes distritos, esos que hasta esta última campaña habían trabajado casi solos, llegaron para celebrar el esfuerzo de casi 13 años disfrutando como propia la envestidura del presidente.
En la fila también había niños: los invitados especiales de todos los traspasos que esperaban inquietos el momento de entrar. “¿No sabe si pusieron toldos adentro?”’, pregunta preocupada una de las maestras. “Es que tengo dos chiquillos que se les sale la sangre por la nariz si les pega mucho el sol”.
No había toldos ni ninguna clase de protección para la mayoría de personas en las graderías y la gramilla. El sol daba con intensidad, especialmente a quienes les había tocado sentarse en la zona sur del estadio. Las graderías mojadas por el aguacero de la noche anterior rápidamente se secaron y por todo lado se veían sombreros, sombrillas y se sentía el olor a bloqueador.
“No importa el sol, ¡por venir a acompañar a don Luis Guillermo uno se aguanta!” dijo una señora que se tapaba con una gran sombrilla azul. A su lado algunas personas comenzaban a salir molestas por el impacto de los rayos solares. Unas dejaron del todo el evento, la mayoría solo se acomodaron en la sombra de los pasillos desde donde atisbaban las pantallas.
En las mismas graderías se mezclaban personas con vestidos, tacones, sacos y corbatas; con jeans, chancletas, pantalonetas y tenis. Se mezclaban quienes iban porque querían ver a Luis Guillermo y quienes querían aprovechar para conocer el estadio. Quienes habían trabajado con el partido y quienes solo se contagiaron, en algún punto de la campaña, del cariño por ese señor que estaba a punto de convertirse en su presidente.
Mientras los diplomáticos de diferentes países hacían sus entradas, un niño los iba anotando todos en una libreta, preguntando de vez en cuando a su papá para estar seguro: “Perú, Ecuador, Nicaragua, Venezuela…” No es cosa de todos los días que tantos señores y señoras importantes estén a la vez en el país.
Sin embargo, a pesar de la atención del niño, en general la emoción por los extranjeros fue poca, con tres excepciones: el Príncipe de Asturias, Rafael Correa y Evo Morales a quienes la gradería los recibió con gritos y banderitas en el aire.
Entraba Evo Morales y al escuchar la reacción de sus vecinos de asiento una mujer miró con extrañeza a su hijo, pidiendo explicaciones: “Es que él es indígena mami, como un montón de gente en Bolivia. Llegó a presidente porque el pueblo lo eligió”. “¡Ah! Cómo nosotros a este señor, ¿verdad?” respondió.
La gente le gritaba al presidente cada vez que tenía la oportunidad “¡Si se pudo, si se pudo!”. Se sentían sus cómplices. Se sentían poderosos y todos daban más o menos las mismas razones: “quitamos a Liberación Nacional”, “pusimos a Luis Guillermo ahí, a ese que es cercano y humilde, que va a arreglar todo lo que se ha hecho mal”.
Isabel intenta poner atención a las palabras de Solís mientras sostiene con fuerza a su hija, a la que le ha parecido divertida la idea de escalar en las barandas de la gradería. “¿Es que usted está oyendo cuantas veces ha mencionado a la gente, al pueblo?”, pregunta emocionada.
Luis Guillermo Solís da una vuelta al Estadio, sonriendo a izquierda y derecha, al menos cuando los camarógrafos que lo asfixian se lo permiten. En las graderías lo que se vive es una competencia por ver quién saluda más fuerte, con más emoción, porque él los está saludando a todos y desde donde están así se siente.
“Estuvo sencillito, pero muy emocionante”, comenta con prisa un señor mientras va saliendo. La mayoría se va con la sensación de que ahora sí, oficialmente algo cambió. “Ellos van a trabajar mejor”, “Van a ser más honestos”, “Van a pensar más en la gente”, “Van a acabar con la pobreza”, “Con la burocracia”, “Con la corrupción”. Salen del estadio con la seguridad de quien acaba de dejar la casa en manos de alguien de confianza.