Vivir en seco

El pueblo se llama La Esperanza. Un nombre paradójico para un lugar en donde los pozos de agua están secos desde diciembre y ochocientas

El pueblo se llama La Esperanza. Un nombre paradójico para un lugar en donde los pozos de agua están secos desde diciembre y ochocientas personas sobreviven exprimiendo unos hilitos de agua que, ocasionalmente, brotan de la montaña. Esta es la historia de un puñado de gente obligada a vivir en seco y con la panza llena de parásitos; la historia de una de las quinientas comunidades de Costa Rica que viven sin agua.

A La Esperanza se llega desde Nicoya, subiendo 20 kilómetros por un camino estrecho, con forma de culebra y ánimo de sicario, que trepa una montaña envuelta en polvo y piedra.

Al mediodía, el calor enciende el vigor de las moscas pequeñas que zumban sobre la oreja del visitante mientras José Santos, uno de los vecinos más antiguos de la zona, desciende por una trocha hasta uno de los manantiales que alimentaban al pueblo.

La toma es apenas un cubo de cemento, en donde ¾hasta fines del año pasado¾ brotaba una lengua de agua. Hoy luce seca y sucia. Lo que antes fue un manantial es ahora una tumba de hojas e insectos.

“De este pozo seco solo las avispas beben ¾dice José Santos con un dejo de ironía y un aire zopetas en el habla¾. Yo nací aquí, un poco más arriba, hace 66 años y le digo que nunca había visto una cosa igual. No hay agua por ningún lado. Todos los pozos están secos desde diciembre. Nunca nos había pasado antes”.

Las dificultades para acceder al agua que sufren los vecinos de La Esperanza norte en Nicoya son compartidas, según un informe que la Contraloría General de la República publicó en enero de este año, por otras 331.000 personas del país que reciben agua de calidad no potable proveniente del AyA y las municipalidades.

Según ese informe de la Contraloría, en total, el 8% de la población recibe agua de calidad no potable y existen en el país 500 comunidades sin acceso a ella. El Ministerio de Salud había programado 92 muestreos para verificar la calidad del líquido, pero luego admitió a la Contraloría que solo tiene presupuesto para efectuar 24.

La entrada del invierno no ha aplacado la sequía en La Esperanza. Apenas ha llovido.

José Santos, es pequeño y tiene los ojos gatos, a ratos amarillos. Lleva unas fundas de metal plateado en los dientes y tiene la piel marrón como la tierra de su patio.

Habla en un tono neutro, no muestra intención de dar lástima. Solo relata impávido que desde hace seis meses, él y otros 800 vecinos de la zona se tuvieron que acostumbrar a vivir en seco, sin agua.

“Nadie sabe bien lo que pasó, pero la cosa es que los pozos se secaron. Fuimos a pedir ayuda a la gente del AyA (Acueductos y Alcantarillados) de Nicoya, nos dijeron que podían mandarnos un cisterna, pero que lo teníamos que pagar. Que reuniéramos la plata entre los vecinos. Uno entiende que es un servicio y que tiene un costo, pero aquí la gente no tiene dinero, aquí se vive de lo que se cultiva”.

Las casas de La Esperanza están sembradas a la vera del camino, el pueblo no tiene un centro cívico a lo español, con iglesia, banco y plaza. Es un caserío a lo largo del camino. La gente de aquí cultiva frijol, tiene gallinas, alguna vaca, un caballo.

A un kilómetro de la casa de José Santos, se encuentra la escuela y el colegio. Son dos edificios austeros plantados en medio de una loma, donde un centenar de muchachos –que en su mayoría llega a las aulas tras una extensa caminata bajo el sol guanacasteco− intenta estudiar sin baños, sin merienda, ni almuerzo.

Su director es Javier Chaves, un hombre que se confiesa en medio del dilema de tener que optar entre la salud de los cien estudiantes que tiene a su cargo y la continuidad de la escuela.

“Aquí tampoco tenemos agua, el pozo del que nos abastecíamos se secó por completo. Los maestros, la cocinera y algunos alumnos traemos pichingas con agua desde las casas para limpiar los baños, pero dura muy poco, a media mañana tenemos que cerrarlos porque ya serían un problema sanitario”, dice el director de la escuela.

Chaves tiene unos cuarenta años y la frente amplia, amplísima, una frente a la que el calor del mediodía mantiene tapizada de humedad. Dice que por la falta de agua se vieron obligados a recortar el horario de la escuela y que teme que el Ministerio de Salud los clausure.

“Es que muchos de los niños que vienen aquí caminan dos o tres horas para llegar y ya en sus casas no tienen agua  –dice mientras se seca el sudor−  y aquí tampoco pueden beber, de verdad estamos en problemas, ahora los muchachos salen a las 11 de la mañana, para que el sol de mediodía no los cocine en el camino”.

Para el maestro, la limpieza de los baños es lo más grave porque las pichingas que logran cargar desde las casas no alcanzan más que para renovar un poco los inodoros.

“La peor parte la llevan las niñas, porque los muchachos salen al campo, pero las niñas no y por más que echemos agua con un balde, a las dos hora eso está imposible. Hasta ahora en el Ministerio (de Educación) no nos han dicho nada, pero el problema es que nos cierre Salud”.

A media cuadra de la escuela hay una pulpería, con un futbolín y una refri roja repleta de botellas de refrescos, que brillan tentadores como en una vitrina de diamantes. En el mostrador hay un hombre de unos treinta años, con barba y el pelo negro y opaco. Es Gerardo −el hijo de la pulpera− y cuenta que el pozo que los abastecía también se secó.

“Uno se la juega como puede, recogemos agua de lluvia y nos bañamos donde unos familiares que sí tienen agua –dice con desgano y un toque de desconfianza ante una avalancha de preguntas sobre su higiene que, probablemente, le suenan un poco personales−; aquí llega el camión a dejarnos el agua embotellada y los refrescos. Antes casi no se vendían botellas de agua, si acaso una o dos; ahora vendo 8 o 10 por día, a veces 20”.

A un par de kilómetros de allí, José Santos baja por una ladera para ver si hoy a uno de los pozos de la zona le ha dado por soltar algo de líquido. “Aquí no hay nada, ni una gota. Hace dos semanas el AyA nos mandó una geóloga para estudiar nuevos lugares donde podríamos buscar agua; inspeccionó como ocho fuentes y ninguna sirve −señala mientras retira el alambre que amarra el portón de palos de una finca y se mueve por el terreno quebrado de la montaña con la agilidad de quien se ha criado en el monte esquivando raíces−. Dijo que hay que hacer una perforación profunda y el alcalde de Nicoya se comprometió a financiarla, vamos a ver”.

Apartándose del camino principal, medio kilómetro monte adentro, en una casa de madera, Flor Díaz, una campesina de 58 años, vive junto a su esposo, cuatro hijos y dos nietos.

“Viera que nosotros nos mudamos aquí porque había luz eléctrica y uno quiere progresar, pero se vino esto del agua y no sabemos qué hacer.  Ahora estamos tomando de un ojito de agua que hay allá abajo, como a 15 minutos a pie. De ahí sacamos para beber y para cocinar, pero a cada rato el estómago se nos crece y a los chiquitos les da diarrea, es que uno sabe que esa agua no es buena. Cada dos semanas viene el doctor David del Ebáis y nos revisa, pero siempre nos vuelve a pasar”, dice mientras se seca la frente con la manga de la camiseta.

El doctor David es el médico David Chaves, encargado del Ebáis de la zona quien confirma el relato de doña Flor y advierte con pesar que por la falta de agua está evaluando cerrar el centro de salud.

“No hay agua y los servicios se saturan enseguida porque llega mucha gente. Ya no hay condiciones de salubridad, en ocasiones tenemos que hacer curaciones, suturas o quitar puntos y eso no se puede hacer sin agua y con los baños sucios”.

El médico relata que el problema de la falta de agua traerá consecuencias para la comunidad en el largo plazo: “Hay una alta cantidad de pacientes con parásitos en la panza, eso en los adultos trae como consecuencia anemia, pero en los niños ocasiona mal nutrición, no asimilan los alimentos y eso se suma a una ingesta precaria; entonces el resultado serán niños con problemas cognitivos que, en el largo plazo, pueden ver afectado su desarrollo mental”, diagnostica Chaves.

En La Esperanza, José Santos y doña Flor nunca han leído acerca de las cifras del informe de la Contraloría General de la República, pero las viven a diario. Allí el invierno se demoró en llegar y soportaron, sin una gota de líquido, un verano con aires de Matusalem cuyos calores dejaron los pozos llenos de polvo y tiñeron de rojo carmín las flores de los malinches.

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