«Las percepciones sobre la violencia de pareja se han construido y transformado históricamente, y la sociedad y las instancias judiciales han tendido a la vez a sancionarla y a legitimarla, y a desconocer la especificidad de la violencia en las relaciones de pareja».
Así lo afirma la Dra. Eugenia Rodríguez Sáenz, catedrática de la Escuela de Historia de la Universidad de Costa Rica, en un análisis sobre el divorcio y la violencia de pareja en Costa Rica, entre los años 1800-2000.
Para la investigadora, en estos momentos en que el proyecto de Ley de Penalización de la Violencia Contra las Mujeres Mayores de Edad (enero 2000) aún se encuentra en debate en la Asamblea Legislativa, es importante abordar este tema desde una perspectiva histórica, ya que la historia ha sido una herramienta importante para legitimar un determinado orden de género y para construir, reinventar y cuestionar una serie de visiones míticas.
DIVORCIO ECLESIÁSTICO
Al igual que en otros países de América Latina, la opción de la separación eclesiástica se mantuvo vigente en Costa Rica en la época colonial y en el Código General de 1841.
En principio, los liberales no hicieron una ruptura drástica con la Iglesia Católica en cuanto al control que mantenía sobre la regulación del matrimonio y la moral doméstica.
Lo anterior se reflejó en el hecho de que en el Código General de 1841 se mantuvo la potestad de la Iglesia como única autoridad competente para autorizar el matrimonio y resolver los casos de divorcio.
A partir de la primera mitad del siglo XIX, se dieron ciertas modificaciones legales en el Código General de 1841 y el Reglamento de Policía de 1849, que implicaron la introducción de algunos mecanismos para delimitar y consolidar más la potestad de las autoridades civiles en cuanto a la regulación y sanción de la moral sexual y doméstica. Pero también, indica la Dra. Rodríguez, en dicha legislación se encontraba perpetuada y reforzada la desigualdad de género en la práctica legal del siglo XIX.
En este sentido, el Código de 1841 establecía sanciones judiciales en aquellos casos en que los esposos provocaran escándalo o hicieran públicas sus desavenencias, con lo cual se cuestionaba la condición armónica del matrimonio y del orden social.
Por otra parte, se reglamentaron asuntos civiles como el depósito de la esposa, la fijación y prestación de la pensión alimenticia, la administración provisoria de los hijos, la restitución de la dote y la partición de las ganancias hechas durante el matrimonio.
Sin embargo, mantuvo la normativa de que las esposas debían solicitar autorización a sus maridos para comparecer a juicio o para dar, enajenar, hipotecar o adquirir algún bien.
Al igual que en otros países como Inglaterra y Estados Unidos, el Código General de 1841 autorizaba a los maridos a reprender, amonestar y someter a «moderados castigos domésticos» a sus esposas si estas no se sometían a su autoridad, y en casos más extremos se les autorizaba a que las llevaran ante las autoridades para promover un cambio de conducta.
Esta concepción se alimentaba de la visión patriarcal de que el deber del esposo era proteger a su esposa y el deber de ella era serle obediente, apunta la investigadora.
A diferencia de la legislación colonial y eclesiástica, en el mismo Código General de 1841, se introdujeron importantes cambios en cuanto a la regulación y sanción judicial de la violencia de pareja: por vez primera se autorizaba a las mujeres a demandar a sus maridos por su conducta «relajada», por sus excesivos y crueles tratamientos, y además se tipificaban las sanciones legales contra los agresores.
El hecho de que las esposas tuvieran conocimiento de que se sancionaba judicialmente el abuso cruel y excesivo de los maridos, tuvo como consecuencia que un número creciente de esposas de todos los sectores sociales se presentaran a plantear denuncias ante los tribunales.
Las penas aplicadas se determinaban de acuerdo a si las heridas, los golpes, los ultrajes y los malos tratamientos de obra, impedían que la víctima pudiera trabajar temporalmente o de por vida.
DIVORCIO CIVIL
A fines del siglo XIX, con la aprobación del matrimonio, la separación y el divorcio civil en el Código Civil de 1888, ocurre una secularización en el concepto del matrimonio, ya que es concebido como un contrato secular, civil y temporal.
En consecuencia, las parejas contaron con un instrumento legal con el cual disolverlo, y la Iglesia pierde la exclusividad en la regulación de la institución matrimonial y de la moral sexual y doméstica.
El Código Civil de 1888 agregó como causal el «concubinato escandaloso del marido», y en contraste con el divorcio eclesiástico se tendió a autorizar con un poco más de frecuencia el divorcio civil con base en las causales de sevicia (malos tratos) y ofensas graves.
Ante esto, acota la historiadora, podría afirmarse que aunque la violencia doméstica había sido objeto de regulación en las instancias civiles desde mediados del siglo XIX, fue hasta las primeras décadas del siglo XX que empezó a ser considerada como un elemento de mayor peso para acceder al divorcio civil.
Sin embargo, en las demandas donde mediaba el maltrato, los jueces no siempre seguían un criterio único a la hora de determinar el peso y el carácter del abuso.
«Tras esta perspectiva patriarcal se escondía la concepción de que el maltrato a las esposas era algo «natural» y consubstancial al matrimonio, por lo tanto, debía soportarse, ya que la esposa era la principal garante de la estabilidad matrimonial y familiar», afirma la investigadora.
NUEVA LEY
Con base en el estudio realizado, la investigadora concluye que el legado de dos siglos se mantiene vigente en nuestra actual legislación contenida en el Código Penal y en el Código de Familia, por lo que «consecuentes con la necesidad de romper con este legado, es que actualmente se encuentra en debate el proyecto de Ley de Penalización de la Violencia Contra las Mujeres Mayores de Edad, el cual entró a debatirse en la Asamblea Legislativa en enero del 2000».
Este proyecto de ley tiene como fines «…proteger los derechos de las víctimas de violencia y sancionar las formas de violencia física, psicológica, sexual y patrimonial contra las mujeres como pr*ctica discriminatoria por razón de género, específicamente en las relaciones de poder o confianza…».
Entre muchos otros aspectos, en este proyecto de ley el maltrato se considera un delito, pero no requiere de un resultado para ser sancionado, y en el delito de violencia psicológica se contempla la violencia emocional, la restricción a la autodeterminación, la coacción, amenazas y ofensas contra una mujer y la forma agravada de violencia psicológica.
Es por esto que la Dra. Rodríguez hace un llamado para que «rompamos con este legado que aún prevalece en la práctica jurídica y en la vida cotidiana. Uno de estos importantes pasos será sin duda no solo mantener vigentes las legislaciones contra la violencia doméstica, sino también la aprobación del proyecto de Ley de Penalización de la Violencia Contra las Mujeres Mayores de Edad».