Camus el rebelde

Albert Camus (1913-1960) no deja espacio para la duda ni para el egoísmo. Sin lugar a equívocos, más que ateo, fue un blasfemo (Camus,

Albert Camus (1913-1960) no deja espacio para la duda ni para el egoísmo. Sin lugar a equívocos, más que ateo, fue un blasfemo (Camus, 1975, 29), no pretendió negar –a Dios–, pero sí desafiar… a las estructuras de poder, no importa cuáles fueran (religiosas o políticas), pues toda estructura que no promociona radicalmente al ser humano debe ser desmantelada.

La rebelión

En El mito de Sísifo, se halla el sentimiento del absurdo, el cual puede ser contemplado, por un lado, como un estado de hecho: lo encontramos cuando caminamos por la calle, en el sinsentido de una guerra, en el gemido de los niños que no poseen ni siquiera lo básico para vivir, etc.; por otro lado, es la toma de conciencia lúcida de ese hecho, porque bien puede ser que, aunque vivamos en el mismo mundo, no todos no percatemos del absurdo en sí.  Este estado de tensión-divorcio entre la aspiración del hombre a la unidad y la dicotomía de espíritu y la naturaleza. Se da, pues, una polaridad entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona: todo en la naturaleza nace y muere. El mundo niega los deseos del hombre. No obstante, a Camus son las verdades relativas las que le conmueven, los bienes irrisorios y esenciales.

Así nace el absurdo como pasión, un estado de rechazo permanente que pare un hijo bastardo: la rebelión. No parece raro pensar que la rebelión, la única alternativa al suicidio (Camus, 1976, 64), no puede basarse en el sentimiento de la ternura como compasión más que indirectamente, sino en el sufrimiento como estadio primario. Este estado de permanente tensión es contradictorio (Camus, 1975, 15), por ello es necesario algo que lo supere: la rebelión, evidente en sí misma, pues no puedo dudar de mi grito. “Yo me rebelo, luego nosotros somos”. El amor a la humanidad puede ser una fuga mundi, si la humanidad es una abstracción que me hace incapaz de amar a quien tengo a mi lado. Cualquier dolor hiere la carne y el esqueleto.

Ser rebelde, en esta sociedad que crea sus santos a su medida para que no se emancipen, es decir “No”. Con obstinación el rebelde reconoce que “algo vale la pena” (Camus, 1975, 15). Es creer en la lógica (acto de lucidez) por encima de los escrúpulos (acto de fe). Frente al reino de la gracia, el rebelde opta por el reino de la justicia. Quiere respuestas humanas a los problemas humanos. Quiere que venga el reino de la justicia cojeando con el tiempo a abrazarse con la dicha. El rebelde es una fiera herida: celoso porque desea que Dios no sea tan frugal y sí más espontáneo cuando da. El rebelde metafísico desafía a Dios por la contradicción de su condición: cuestiona los fines del hombre y de la creación. Ni la negación absoluta ni la afirmación absoluta. Sencillamente porque lo primero no deja espacio para el valor positivo de la protesta, no queda campo para esa toma de conciencia. Lo segundo porque asume falazmente que todo está bien, cuando en realidad la rebelión nace de la situación absurda y de la presencia del mal (Camus, 1976, 51). Pero la misma rebelión pone un límite a la historia, naciendo en las fronteras de este la promesa de un valor: se debe “construir pacientemente una fraternidad siempre amenazada” (Moeller, 1970, 99), en la que el ser humano sea dios: principio de la vida y eternidad de esta.

El hombre rebelde no salva, solo cura. Es ser capaz de cumplir obrar sublimes: “El ser humano es capaz de grandes cosas, pero si no es capaz de un gran sentimiento, no me interesa.”

La religión de la dicha

En consecuencia, el rebelde no se avergüenza de ser dichoso. Dicha que parte del goce que infunde el placer de vivir. “Las ideas de Camus nacieron siempre de las sensaciones, jamás del cerebro; era un hombre que analizaba con lucidez las sensaciones y podía llegar hasta las raíces y las causas.” (Palomares, 1970, 33) No tiene miedo a gozar. Los recuerdos que conserva, por cierto, en La peste (Camus, 1991, 132), son los que le toca vivir en Argelia y en Orán: ciudades bañadas por el mar y los días soleados, que motivaban a vivirlos exprimiéndolos al máximo. Esta mística sensible contiene en sí la absolución; ya no hay pecado. En consecuencia, no hay una vida interior que preservar: no hay acceso para llegar a un Dios trascendente. No le obsesiona, como a otros, el pecado, pues declara que jamás él podría partir del hecho de que la verdad cristiana sea ilusoria, sino tan solo del hecho que él no ha podido entrar en ella.

El reino cristiano de la gracia es soslayado, de repente, porque ante el inminente peligro de las guerras, enfermedades, etc., solo queda estirar el presente de aquellos momentos de un placer fugaz, lo único que se nos ha dado en el tiempo y en el espacio. Y ser dichoso supone al otro. La dicha es colectiva, en su intimidad habla de un “nosotros”. Sísifo ahora es dichoso… Los rostros del reino de la dicha son la “salud, honradez, ternura”. La primera porque sin ella no hay goce; la segunda da el matiz que conservará a los varones y mujeres en ella; y el último, el sentimiento necesario para que el momento de la dicha sea disfrutable. Concluye: el “gran pecado contra esta vida es esperar la otra”. “La única manera de equivocarse es hacer sufrir a los otros.” En Camus no hay una retórica del amor…

 

Santidad sin Dios

Camus se presenta como un racionalista y un sensualista: este es el fundamento de su ateísmo en Noches. La dicha es un acto de lucidez, no menos importante que el acto de fe. “Donde reina la lucidez se hace inútil la escala de valores” (Camus, 1976, 12-13). Sin embargo, Camus no tiene una refutación racionalmente sistemática, tan solo para él Dios no es un problema; su incredulidad es un punto de partida, una negación previa que archivó en la gaveta.

A Camus el duelen los hechos cotidianos. El silencio de Dios es una de las formas que el P. Panelou, en La peste, conoce cuando pide un milagro que permita la recuperación del hijo del juez Othon, y que finalmente muere, aunque se trate de un inocente. El mal en el mundo es inaceptable e incomprensible. Ante esta negativa, Camus sale al paso con Tarrou: “lo que me interesa es cómo se puede llegar a ser santo (…) Justamente. Puede llegarse a ser un santo sin Dios; ese es el único problema concreto que admito hoy día” (Camus, 1991, 199). Tarrou es un santo desesperado, aquel que busca una santidad siendo fiel a la religión de la dicha y, más que eso, siendo fiel a la religión de las Bienaventuranzas, pero sin creer en Jesús. El “anacoreta” de la santidad sin Dios es como el médico: cura, no salva. Rieux lo dice sintéticamente: “La salvación del hombre es una frase demasiado grande para mí. Yo no voy tan lejos. Es su salud lo que me interesa, su salud, ante todo” (Camus, 1991, 171). Definitivamente, el ser humano es comido en la mayor parte por sus circunstancias, tanto por las que él crea como por las que llegan sin anunciarse.

La santidad sin Dios se encarna en el oficio de Rieux, aunque Tarrou sea el santo. No se busca convertirlo en héroe, sino en ser hombre (Camus, 1991, 200). Hacer su oficio, en el caso de Rieux, actuar con honestidad, que se consuma en la “ternura” para con los otros. La peste anuncia “el problema de una fe sin Dios, capaz de cumplir las obras sublimes” (Rigobelo, 1961, 49).

La rebelión establecerá una sociedad perfecta, en la que el hombre será Dios y expresará que “la verdadera generosidad con el porvenir consiste en dar todo al presente”.

 

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