Filóloga, actriz y directora teatral. Académica del Centro de Estudios Generales de la UNA.
La academia me acercó de manera cruel y frívola a uno de sus textos: “La continuidad de los parques”. Yo me preocupaba por escribir rigurosamente los datos sugeridos por el profesor, trataba de atender las interpretaciones de los expertos, de las teorías confiables. Me peleé con ese cuento que escapaba a mi entendimiento. No quería oír hablar más de él. Llegué a la conclusión de que la academia sabía de memoria las “instrucciones para odiar la literatura”.Yo sabía que tenía que haber algo más. Y de la forma en que solo las cosas buenas saben llegar en esta vida, esa mañana de carreras y loca mudanza volví a tropezar con un libro añoso de compra y venta. Ahí estaba, sugerente y empolvado, lejos de toda ceremonia literaria, Rayuela. Fue en julio, o tal vez no, pero me esfuerzo para buscar alguna señal trascendente.
De la tierra al cielo, como una rayuela, como un juego discontinuo entre el amor y el desamor, entre la soberbia y la vergüenza. La vida.
Entonces medité y discutí con Oliveira, fantaseé con el Club de la Serpiente, traté de descifrar el misterio de las madres de Gregorovius y por supuesto, amé e idolatré a La Maga. Fui ella. Todas lo fuimos y lo somos. Viajé a Montevideo tratando de encontrarla y, claro, fue inútil. Ella sabe escabullirse en las ciudades.
El jazz, París, la decadencia, las discusiones, los ríos metafísicos que él define y ella simplemente nada, dos amantes vagabundos sin nada a qué aferrarse más que a una botella de alcohol viejo, la historia de un amor intensamente cobarde, la muerte y sus trampas. Eso y más fui cuando leía. No hace falta decir que sufrí cuando el juego terminó.
Hace cien años nacía un genio que descubriría lo fantástico en la malicia de un conejo, en la mirada perniciosa de una señorita en un hospital, en las fobias y filias de los cronopios y de los famas, es decir, en lo cotidiano. Por cierto, me gusta pensar que su cuento “Silvia” lo soñó para mí.
Desde aquel julio que encontré a Cortázar mi vida es esto. Amo la literatura en sí misma. No sueño con ser escritora, nunca lo he soñado. Solo pido una única cosa, lo que le pidiera Horacio a su Maga imposible: “Ah, déjame entrar, déjame ver algún día como ven tus ojos”.