El fracaso del romanticismo

“Morir es un arte”: el célebre verso de la poetisa y suicida Sylvia Plath es una referencia obligada para evocar el teatral fallecimiento de

“Morir es un arte”: el célebre verso de la poetisa y suicida Sylvia Plath es una referencia obligada para evocar el teatral fallecimiento de uno de los más grandes escritores alemanes de todos los tiempos, Heinrich von Kleist. Ya se cumplieron doscientos años del suicidio junto a su amada, acontecido un 22 de noviembre de 1811 en las afueras de Berlín, en un escenario idílico, ante la sobrevenida de un invierno gélido que, según decidió el poeta, sus cansados ojos ya no verían. Una reconstrucción del singular episodio puede servir como preludio para un perfil de aquel malogrado genio, tan marginado en vida como glorificado en la muerte.

 

¿Romántico yo?

Para empezar, aclaremos los hechos. La autoinmolación real del joven Chatterton y la autoinmolación ficticia del joven Werther habían instalado un mito poderoso entre los artistas de fines del siglo XVIII, en vísperas del Romanticismo, pero éste no es precisamente el caso. Kleist no murió por una mujer, sino con una mujer, y más aún, de común acuerdo con ella. Asimismo, desde el mitológico suicidio de los amantes Píramo y Tisbe, que entre otras cosas dio pie a la tragedia +Romeo y Julieta, es común pensar que un hombre y una mujer se entregan a la muerte voluntaria porque no pueden consumar su amor, o bien porque uno halló al otro muerto y sólo pudo atinar a quitarse la vida en el acto. Pero a juzgar por lo que sabemos del pobre Kleist y de su eventual compañera de infortunio, Henriette Vogel, la funesta maniobra fue ante todo un producto de las respectivas catástrofes personales, y la frialdad con la que se llevó a cabo desmiente cualquier emoción violenta. Así lo indican al menos las cartas y notas que dejaron, con claras instrucciones y afectuosas despedidas, y así lo confirman las actas forenses que documentaron aquel escándalo, cuya tardía publicación renovó las acaloradas discusiones sobre la criminalidad de la muerte por mano propia. Y esas discusiones siempre empeoran cuando los suicidas muestran claramente ser gente cuerda y educada…

Por cierto, 1811 había sido un año pésimo para Heinrich y para Henriette. Desencantado con su temprana carrera militar, más forzada por la necesidad familiar que por vocación, él había emprendido sin éxito el camino de la literatura, incluso renunciando a la lírica para probar suerte con géneros más rentables (el lector quizá recuerde aquí la similar trayectoria de Edgar Allan Poe). Ella sobrellevaba la doble desgracia de un matrimonio infeliz y de un diagnóstico terminal, y sus precipitaciones sentimentales ya le habían ganado mala fama entre los círculos selectos a los que pertenecía. Así que el poeta que se sentía muerto en vida y la dama que se sabía pronto muerta decidieron poner fin a todas sus penas. Tras disfrutar de una última velada romántica en Wansee, al día siguiente orquestaron una elegante y cínica salida de este mundo: comieron frente a un lago, rieron, lloraron, retozaron, y al cabo Heinrich le dio a ella un tiro en el corazón y se pegó un tiro en la cabeza, hundiendo la pistola en su boca. Los dos disparos sobresaltaron por un instante a la fauna local, las garzas y los pavos reales. Ni los amargos críticos de él ni el avanzado cáncer de ella hacían pensar que todo sería tan rápido, tan eficaz, tan distinguido. Pocos días atrás, Kleist le había confesado a su prima Marie: “Te juro que me resulta absolutamente imposible seguir vivo; mi alma está tan herida que casi diría que cuando asomo la nariz por la ventana, me lastima la luz del día”. Y esa misma mañana le había dejado escrito a Ulrike, su queridísima hermana mayor: “La verdad es que nadie en la Tierra podía ayudarme”.

¿Quién fue este hombre terrible y con cara de niño, destinado a las armas y devoto de las letras, que en los cuarteles y las barracas escribía versos y en las redacciones y las oficinas siempre estaba a punto de pelearse con todos? El mismo se sentía identificado con su trágica heroína Pentesilea, una amazona angustiada y temible, y muy fácilmente podría emparentárselo con el que ha llegado a ser su personaje más famoso, el insondable Michael Kohlhaas, un fanático de la virtud. Alguna vez, Kleist supo decir que su existencia estaba regida por la “ley de la contradicción”, y así definió como nadie las tensiones entre las que vivía, bajo la creencia de que alguna lógica las regulaba. Por ello, hizo honor a su fe protestante y su patria prusiana y, pese a abandonar la milicia, se trazó un riguroso “plan de vida” que había de conducirlo a la consagración y a la felicidad. Pero había elegido un mal momento: del otro lado del Rin, la Revolución Francesa acababa de poner en marcha una ola de creciente inestabilidad a lo largo y a lo ancho de todo el continente, y no eran tiempos propicios para que un joven de escasos recursos y endeble formación dejara el uniforme y tomara la pluma.

 El hombre insoportable

A la elaboración de ese plan que presuntamente lo llevaría a la dicha y cuyos pasos concretos nunca pasaron de lo común (amor, trabajo, amigos, etc.), casi de inmediato le sobreviene una crisis tremenda. ¿Cómo alcanzar la plenitud en una sociedad donde Rousseau prueba que no se puede vivir en armonía? ¿Cómo saber algo con certeza en un mundo donde Kant prueba que no hay conocimiento objetivo? En 1801, mientras Kleist viaja y lee para formarse como hombre y como escritor, le escribe a su novia de entonces, Wilhelmine: “No podemos decidir si eso que llamamos verdad es verdaderamente la verdad, o sólo nos parece serlo. Si es esto último, entonces la verdad que aquí recogemos no existe después de la muerte, y todo empeño por hacernos de algo que también nos acompañe en la tumba es inútil”. Para bien de ella, que luego confesaría no haberlo querido nunca, el compromiso se disolvió poco después.

Y Kleist sigue camino, aunque no sabe hacia dónde. Recorre Francia y Alemania, preocupando a cuantos intentan encarrilarlo de cerca o epistolarmente. Como es predecible, a las dolencias del alma enseguida se suman las afecciones físicas, y no tarda en irrumpir la ideación suicida, con tonos heroicos. Parientes y amigos reparten consejos y ensayan tratamientos, pero el paciente no sabe que está enfermo. Las ciudades que visita le quedan chicas (incluyendo París), y los trabajos que se le ofrecen le parecen pérdidas de tiempo: ha de triunfar en el escenario, su destino son las tablas. Lo obsesiona un drama histórico con el que piensa consagrarse, el +Robert Guiskard, pero sugestivamente va destruyendo los avances porque no lo satisfacen. Como pasa con todos los jóvenes talentos de la época, su acercamiento a Goethe termina en una serie de malentendidos y exabruptos. Y con el máximo actor y empresario teatral alemán, A. W. Iffland, la agresión es explícita.

Pero Heinrich tiene un plan, y es testarudo. Si en el teatro no se le da el lugar que merece, habrá que insistir con la narrativa. Y si los relatos tampoco gustan, se puede ser editor, cronista, ¡y hasta librero! El proyecto de la editorial y librería “Phönix”, junto con sus dos mejores amigos, Pfuel y Rühle, no pasa de los papeles. Con Adam Müller funda su propia revista, +Phöbus, de corta vida. Y en el primer diario berlinés, el +Berliner Abendblätter, publica varias contribuciones, pero la paga es mala y el periódico también se hunde. El cenáculo romántico de Berlín (Arnim, Brentano, Fouqué) parece acogerlo con cierta simpatía, pero en el fondo no comprenden ni su poética ni su ideología y no hay mucho que puedan hacer por un escritor sin lectores. De modo que hay que dejar el orgullo a un lado: el ex oficial von Kleist acaba pidiendo ayuda (léase limosna) al Estado cuyo servicio abandonó hace más de una década, cuando los franceses alzaban la cabeza. Mas las instituciones prusianas sospechan en él un traidor, un espía napoleónico, o un redondo fracasado. Queriendo o sin querer, no se sabe hacer entender. Se ha transformado él mismo en su +Príncipe de Homburgo. Los reaccionarios creen que es un revolucionario, y viceversa. Para todo el mundo es una rara avis, o por usar su expresión favorita, un “enigma”. Y salvo para sus dos o tres confidentes femeninas, el enigma que él encarna no es interesante, y ni siquiera rentable.

A fines de 1811, cuando la opinión pública se conmocionó ante aquel suceso policial, para algunos el enigma se resolvió, y para otros, empezó a acrecentarse. Como bien lo ha señalado Stefan Zweig, el irrealizable plan de vida se había trocado en un plan de muerte modesto y ejecutable.

Lo primero que puede –y debe– decirse de la producción literaria de Kleist, con excepción de su poesía (que irónicamente fue en lo que más había deseado descollar y a la que renunció por completo), es que si no fue reconocida en su momento, eso se debe a una cualidad indefinida que podríamos llamar su modernidad. Sus comedias –pensemos en su hilarante versión de +Anfitrión o en +El cántaro roto – son jocosas, pero destilan cierto gusto amargo, e incluso no temen condescender al escepticismo y la procacidad. Sus dramas y tragedias son intensos como pocos, pero los momentos cumbre se sustraen al espectador: esos raptos de conciencia que tanto gustaban al autor, y que con tanto entusiasmo describe en su deslumbrante ensayo sobre las marionetas, abonan la poesía y conspiran contra la acción dramática. Y en el medio de todas esas raras piezas teatrales florece ese drama único y tan incomprendido, +Catalina de Heilbronn, un rayo de sol maravilloso para una época que nostálgicamente extrañaba los milagros. Meses antes del suicidio, un alma gemela y con la que Kleist lamentablemente nunca llegaría a compartir un largo intercambio, E. T. A. Hoffmann, pone en escena esa pieza y cosecha elogios en Bamberg.

De la narrativa de Kleist puede decirse otro tanto. Su prosa avanza furiosa como una tempestad. No solo en sus cuentos breves, de entre los que se han destacado +La Marquesa de O. y +El terremoto en Chile, sino también en su expresión más extensa: el incomparable +Michael Kohlhaas. De hecho, quizás es el tempo lo que más distingue a sus relatos de los de su época, más allá de sus elementos fantásticos y hasta morbosos, que ciertamente no escasean. Lo sobrenatural a veces se revela como un poder benéfico y celestial, y otras, en cambio, como una influencia maligna, siniestra, pero siempre está allí, actuando por detrás del mundo representado, y la rauda yuxtaposición de elementos dispares impide que tanto los personajes como los lectores puedan sentir que hacen pie firme conforme avanza la historia, que el narrador parece tener prisa por despachar. En Kleist, no es el silencio ultraterreno sino la incomprensibilidad de los dictámenes divinos (o satánicos, según el caso) lo que causa una angustia desoladora.

Por cierto, hay un hilo común que une ambas vertientes de su producción, y es el anhelo de justicia, un anhelo que se plasma en procesos tortuosos, en interrogatorios penosos, e incluso en persecuciones casi infinitas. En Kleist, el reclamo de justicia asume contornos metafísicos y no es infrecuente que quienes procuran la verdad lo hagan con los instrumentos de la locura. Así, la búsqueda de la concordia entre los hombres se expresa de forma patológica, y a menudo lo que debiera ser la organización de la vida sólo deriva en su impugnación y su final. La épica y el drama de este genio literario recurren a las escenas de juicio para denunciar (no judicialmente, sino estéticamente, es decir, contemplativamente) que el cosmos está regido por un orden oscuro e inescrutable. Difícil no evocar a Kafka en este contexto, recordando al pasar su constatación de que “hay esperanza, pero no para nosotros”.

En el ámbito hispano parlante, el corpus de Kleist se completa con una cantidad de artículos, por momentos algo confusos, pero siempre provocativos, y que revelan otras facetas del autor. Quien quiera tener una visión integral de su espíritu hará bien en consultar ante todo el ensayo +Sobre el teatro de marionetas, excelente documento del sentir romántico, que signó a una generación entera, por encima de clases sociales y gustos personales. Por lo demás, el propio poeta había quemado la que consideraba su obra maestra, el +Guiskard, del que nos ha quedado apenas un fragmento, y a último momento también parece haber destruido la novela –“que bien podía llenar dos tomos”– +Historia de mi alma, en un postrero gesto de despecho hacia los críticos y el público, que le daban la espalda. Pero lo que tenemos a disposición alcanza y sobra para ponerlo en un sitial donde la historia de la literatura universal aún no lo ha colocado.

Mejor no averiguar por qué.

Tomado de Ñ

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