El martirio del pastor

La pieza de Rovinski es un drama histórico y no una tragedia. En este último caso, hay una especie de destino ciego que impone

La obra cumbre de Samuel Rovinski, El martirio del pastor, ha sido llevada a las tablas de nuevo por la Compañía Nacional de Teatro. La razón de la reciente puesta en escena se inspira en un doble propósito: honrar la memoria de Samuel Rovinski –fallecido hace un año– y mantener vivo el legado de uno de los más ilustres hijos de nuestra América. Conmovido por esta nobilísima figura de la historia reciente de los sufridos pero heroicos pueblos de nuestra región, Samuel dedicó esta impactante obra a honrar la gesta heroica de Mons. Óscar Arnulfo Romero, quien fuera Arzobispo de El Salvador, asesinado por francotiradores de la extrema derecha de su país mientras celebraba misa en una capilla de monjas cerca de la capital, un 24 de Marzo de 1980.

La pieza de Rovinski es un drama histórico y no una tragedia. En este último caso, hay una especie de destino ciego que impone su implacable lógica, frente a la cual los individuos no tienen capacidad de reacción, aunque huyan de ese fatal desenlace de una existencia que se consume en los miasmas del absurdo. Por el contrario, en el drama histórico, los personajes son algo más que roles en una trama puramente escénica: son personas reales, actúan en circunstancias que asumieron mediante un acto libérrimo, el cual los divide inexorablemente al hacer unos héroes y paradigmas del bien y la virtud, y otros como sus adversarios obcecados y abominables victimarios. Pero los héroes son tales porque no responden al odio con el odio, sino con lealtad y solidaridad con las víctimas y con entereza frente a sus detractores. Unos y otros hacen la historia, pero esta los marca para siempre. El presente se les convierte en drama porque lo asumen libremente, pero el pasado, al transformarse en página de la historia, trasmuta su existencia individual en memoria y destino de los pueblos. Sin embargo, si bien la trama histórica, tanto real como teatral, es dolorosa y desgarrante, no es inexorable. Cada cual debe asumir la entera y absoluta responsabilidad de sus actos y de las consecuencias que de allí se siguen; lo cual hace de la historia un juez inexorable.

De ahí que la función del arte, específicamente del teatro, es la de convertirse en memoria comprometedora, en tribunal inapelable, en enseñanza y motivo de reflexión para las nuevas generaciones. Los actos se dieron en el pasado, pero la lección y sus valores constituyen un mensaje que perdurará mientras haya hombres y mujeres dignos de ser considerados “humanos”. Estas ideas inspiran los cánones estéticos del realismo socio-político y convierten –dentro de la admirable obra de Rovinski– la corta e impresionante trayectoria de Mons. Romero en un drama histórico impactante, a pesar de que su período como Arzobispo de San Salvador duró tan solo cuatro años. La obra insiste en hacernos ver la realidad exterior desde la intimidad espiritual del personaje central, enfatiza en la conversión de ese clérigo tradicionalista pero auténtico en sus convicciones religiosas, que lo llevan, precisamente en razón de su integridad moral y profunda espiritualidad, a comprometerse con los pobres y oprimidos de su pueblo y no solo de su Iglesia, no en abstracto sino llegando incluso hasta darle su apoyo público a la guerrilla, que en ese momento iniciaba su lucha contra una tiranía oligárquico-militar sostenida política y financieramente por el imperio en plena guerra fría. Cómo llegó Oscar Arnulfo Romero hasta esa entrega total a una causa tan radical tiene varias explicaciones o causas. Las más lejanas son aquellas que remontan a la masacre de 1933 perpetrada por el régimen fascistoide del General Maximiliano Hernández Martínez, cuando fueron asesinados 30 mil campesinos organizados por el clero rural y apoyados por el partido comunista recién fundado por el héroe nacional Agustín Farabundo Martí, víctima también de esa represión brutal.

La otra causa más cercana es la organización de las comunidades de base o Iglesia Popular en tiempos del predecesor de Romero en la Arquidiócesis de San Salvador, Mons. Luis Chávez, y de su obispo auxiliar, Mons. Rivera y Damas, que seguiría ejerciendo como obispo auxiliar de Mons. Romero y, finalmente, sería sucesor suyo en la mencionada arquidiócesis. Sin embargo, la causa inmediata de la conversión de Romero, con lo que  inicia la obra, es el asesinato del jesuita Rutilio Grande, confesor de Romero, hombre proveniente de las familias oligárquicas, pero dedicado a la pastoral de los sectores organizados del campesinado. La muerte martirial del P. Rutilio provoca la conversión de Romero. A partir de ese momento, el compromiso de Romero con la causa en pro de la justicia social y la liberación de su pueblo se convierte en la razón de ser de su misión pastoral. Asume la misión de hacerse la voz de los que no tienen voz, mientras sus más cercanos colaboradores son asesinados (10 sacerdotes y más de un centenar de laicos animadores de las comunidades de base), sus homilías y misas dominicales en la catedral rápidamente se transforman en un acontecimiento político-religioso que hacen de las misas verdaderos actos de masa de resistencia abierta pero siempre pacífica a la tiranía. El choque con los poderes establecidos es frontal y lo conduce hasta la muerte, perpetrada por la oligarquía y ejecutada por los militares, con el apoyo activo de la iglesia jerárquica (obispos y nuncio) y de la embajada americana. El desenlace sangriento desencadenará la guerra civil, cuyo resultado como aplicación de los acuerdos de paz posibilita el inicio de un período de democracia política como nunca había tenido ese sufrido y hermano pueblo. Todo lo cual hizo que Mons. Romero se convirtiera muy pronto en una figura de dimensiones planetarias. Hoy es un símbolo, universalmente reconocido, de las luchas libertarias de los pueblos, de todos los pueblos, hasta el punto de que así lo han reconocido las Naciones Unidas.

Conmovido por esta impactante trayectoria, Samuel Rovinski, cinco años después de la muerte martirial de Mons. Romero, se dedica concienzudamente a investigar su vida y su muerte creando esta obra, que muy pronto fue puesta en escena por primera vez con Alfredo Catania como director y Luis Fernando Gómez como personaje principal. No obstante, las circunstancias eran otras, se trataba entonces de expresar solidaridad con la lucha del pueblo salvadoreño y de rescatar el legado de Mons. Romero. Hoy, igualmente, se trata de honrar la memoria del Arzobispo mártir, en momentos en que el Frente Farabundo Martí está en el poder y el Papa Francisco impulsa el proceso de beatificación de Mons. Romero. Pero también la reciente puesta en escena constituye un homenaje a Samuel Rovinski. Luis Fernando Gómez dirige la obra con mano maestra, inspirada en la estética de Bertolt Brecht, de un realismo comedido cuya finalidad rebasa lo meramente teatral. La escenografía es sencilla, aunque de una gran belleza plástica. La obra se compone de un solo acto, porque el verdadero protagonista no son los personajes, sino el acontecimiento. Se trata de realismo histórico, como todo realismo político. El acontecimiento absorbe el ambiente y construye los personajes. No son ellos los que hacen la historia, es la dialéctica implacable y dramáticamente vertiginosa de los acontecimientos la que hace a los personajes. Estos son actores y roles de una dinámica político-social cuyo verdadero protagonista y actor son las masas, encarnadas en un pueblo que clama justicia y ve en Romero su voz, su guía y su líder. Los pueblos hacen la historia y esta se da sus protagonistas. El fondo del escenario cumple la función didáctica que le asigna Brecht al teatro, pues las paredes se convierten en pantallas de cine donde se ven fotos y se leen cables con noticias de los dramáticos acontecimientos que protagonizaban los personajes en escena.

En cuanto a la actuación, Gómez cuidó de resaltar la trascendencia del acontecimiento y que los personajes fueran su manifestación. Sin embargo, algunos nombres merecen destacarse. Andrés Montero como Mons. Romero se mostró convincente irradiando honda espiritualidad. Notable la actuación de Gerardo Arce como jefe y vocero de la oligarquía. Arce no inspira odio hacia su personaje, sino desprecio no exento de sutil ironía. Rodrigo Durán y Alonso Venegas cumplen su papel mostrando una exquisita saña hacia lo que estos personajes nefastos representaron en la realidad. Ana Clara Carranza destaca como líder del pueblo.

Además, la escenografía es de Pilar Quirós quien, como ya le es habitual, da muestra de su gran profesionalismo. Vestuario e iluminación cumplieron a cabalidad. El fondo musical de Carlos Escalante cumple su función de acompañamiento sin pretender protagonismo. Resumiendo, estamos ante una puesta en escena que, a no dudarlo, es de lo mejor que nos ofrece la dramaturgia nacional. Se merece tener siempre sala llena y ser llevada a otros países, en especial a El Salvador.

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