Como un Diógenes que espanta una parvada de “tuíteres”, el pensador Arnoldo Mora arroja con lucidez esta reflexión apasionada y oportuna sobre filosofía y humanismo.
Máxima expresión de lo humano en el hombre la filosofía es en su misma esencia, suprema paradoja como el hombre mismo, ya que lleva su radicalidad crítica a extremos de osadía inconcebibles para cualquier otra rama del humano saber. La filosofía no es solo cuestionamiento total del todo, sino incluso autocuestionamiento. Ya lo decía Hegel: El filósofo es un asesino; yo diría más aún: es un suicida pues lo induce a cuestionar su mismo cuestionamiento. De ahí la casi insuperable dificultad que el filósofo experimenta al tratar de definir para los otros y, sobre todo, para sí mismo, su propio ser y quehacer filosofante. Por eso la filosofía, como saber sistemático teórico es una asignatura, pero como saber práctico es una actitud frente a la vida, que nos conduce en momentos de crisis existencial a cuestionar nuestra razón de ser en el mundo. Como decía Platón: Lo importante de la vida no es tanto el hecho de vivir cuanto las razones que se tienen para seguir viviendo.
Vistas de esta manera, más que erudición la filosofía es apertura de espíritu y disponibilidad interior, es generosidad y compromiso, es sabiduría erótica e implacable criticidad, es lucidez y oscuridad, logicidad racional y absurdo existencial, ocaso y aurora, cenit y nadir… como el Dios de Juan de la Cruz: Todo y Nada.
Paradoja del pensar, angustia del existir, la filosofía no tiene más destino que el de Prometeo: hacer suya la imposible apuesta de apuntar al Olimpo mientras permanece encadenado a la roca, conquistar el fuego aunque se le corroan las entrañas. Triste metamorfosis: el búho de Minerva que deviene cuervo de Júpiter.
Descomunal ambición la de aspirar con Platón a lo divino, sin por ello perder el sabor de lo terrenal como Nietzsche. Y soñar, como Dilthey, que en el cielo de los filósofos Sócrates y los sofistas, Hegel y Russell, se pasean del brazo; ya que filosofar es existir y la existencia, al decir de Unamuno, es paradoja racional y angustia existencial.
Duro destino el de Edipo, que debió pagar con la ceguera su sed de lucidez.
Ni silencio ni retórica, la filosofía es como su ancestro el mito, que haciendo del símbolo un discurrir sobre el destino humano, solo puede recurrir a la polisemia del texto o, como la tragedia, culminar en su retórica con balbuceos o silencio, como aconsejaba Wittgenstein, o estallar en gemidos e interjecciones.
Frente al misterio del existir, el logos solo puede insinuar; el discurso termina en puntos suspensivos…si es que a eso se le puede llamar terminar. Frente al misterio del existir se acaba incluso la palabra, según Samuel Beckett. La luz del mediodía hiere tanto al ojo del caminante como las tinieblas de la media noche. Es por eso que los filósofos y los poetas amamos tanto la penumbra. Somos hijos de la aurora, decía Nietzsche; pero los enamorados acostumbran celebrar su ritual a Afrodita envueltos en los arreboles del ocaso.
Expresión de lo inefable, comunicación y balbuceo de lo inefable, la filosofía solo puede revestir el precario ropaje de las palabras si quiere trasmitirse. Apollos, el mensajero del Olimpo, también fue el descubridor del Logos. Haciéndose eco del sentir general de la cultura griega, los sofistas, los primeros y geniales profesores profesionales de que nos habla la historia, decían que la filosofía es cultura y que la cultura es palabra. El advenimiento de la cultura a través de la palabra, introdujo a la especie humana en el mundo de lo específicamente humano. El ser humano solo es hombre gracias a las palabras, como sentenciaba el poeta Isaac Felipe Azofeifa; él es el único en el Universo quien, al decir del Génesis y de García Márquez, le pone nombre a las cosas, instalando el trono de lo humano en el reino silencioso de los espacios infinitos que aterraba a Pascal.
Por eso pensar es crear palabras, comprender es aprehender significaciones vertidas en sonidos y símbolos. Aprender a filosofar es aprender a leer inteligentemente. Solo se piensa con palabras y solo se aprende a pensar cuando se está en actitud de escuchar y se tiene la capacidad de leer con profundidad.
La filosofía es soledad y diálogo, soledad dialogal, diálogo silencioso, silencio elocuente, palabra significante. Expresión humana de la verdad, la palabra mediatiza el misterio del ser haciéndolo lejana cercanía, presencia de lo ausente, proximidad remota, arcano y patencia, opacidad transparente, símbolo y realidad. Aprender a pensar se reduce casi siempre a aprender a manipular palabras. La filosofía es el arte de usar recta y correctamente las palabras para desvelar su significado, llegar a través del sonido al concepto diría Platón.
Siendo la filosofía sistemática vieja de 26 siglos, su enseñanza se reduce, en última instancia, a una lectura henchida de lúcida simpatía de los grandes pensadores. Lectura creativa que, lejos de incitarme a la estéril repetición de lo viejo y ya dicho, constituye una cálida invitación a emprender por nuestra propia cuenta el camino viejo y siempre nuevo, como todo lo eterno, de esa vieja novedad que es la sabiduría, de esa novedad que nunca se marchita y que, más allá de la ciencia, solemos llamar sabiduría (Sofia). La palabra es el vehículo y el cicerone del ser. Como Beatriz para el Dante, ella nos conduce a los meandros del infierno y al radiante cielo de Apollos. Por eso solo existe un método para enseñar a pensar filosóficamente y es enseñar a leer.
Es a través del contacto con los grandes maestros que el principiante se inicia en las profundidades abismales del saber filosófico, reviviendo la incomparable experiencia del estremecimiento de admiración que, al decir de Platón y Aristóteles, constituye la génesis del pensamiento y la matriz de todo saber.
La mayoría de los lectores cree haber comprendido a un autor cuando han entendido las ideas expuestas y defendidas por ese autor. Sin embargo, quedarse allí es perder el 50% de la riqueza y profundidad de un pensador. Llegar a la verdadera comprensión de un filósofo es comprender a través de lo que dijo, lo que no dijo pero presupuso, es penetrar en su problemática.
Más que una pregunta, un sistema de pensamiento es una respuesta, la respuesta que un determinado pensador se dio a propósito de una cuestión o conjunto de preguntas que él personalmente o, más frecuentemente, la gente culta de su época, se formuló. Comprender en profundidad a un pensador es entender por qué dijo lo que dijo. Saber leer es leer entre líneas. Saber escuchar es oír no solo las palabras sino también los silencios. Entender un sistema filosófico es comprender sus afirmaciones, pero también sus omisiones. Solo se entiende un autor cuando, a través de sus escritos se logra comprender una época, las grandes controversias que agitaron su tiempo, los grandes maestros que lo influyeron, el medio cultural, político, religioso, económico-social, científico, familiar que lo rodeó o íntimo que lo agitó. Más aun, es penetrar en el itinerario intelectual que él recorrió.
Un sistema de pensamiento no es una unidad monolítica, ni una simultaneidad cronológica. Un libro es tan solo un reflejo del pensamiento vivo de un filósofo; pero, a través de su obra, el pensador sigue viviendo en mí. Gracias a sus escritos, yo penetro en el misterio mismo de la persona, mi mirada se encuentra con la suya y ambos, a través de la palabra, iniciamos el diálogo, elocuente y silencioso a la vez, del pensamiento. En concreto, Platón no ha muerto, sigue dialogando con la humanidad mediante sus diálogos.
Entender a un genio es hacer mío su mundo y sus problemas, sus incertidumbres y sus hallazgos, sus dudas y evidencias, sus anhelos y sus angustias. La obra de un autor es su existencia, cada una de sus ideas fue primero un hallazgo de su mente, una lucha de su voluntad y un triunfo de su genio. La comprensión de un texto nos lleva así de la mano a las honduras del pensamiento de los más grandes maestros de la humanidad y nos invita a revivir en nosotros los más elevados momentos del espíritu, esos momentos que han hecho que el Hombre, a pesar de sus yerros, siga siendo Esperanza para el hombre y han logrado que la Verdad y el Bien sean Patria común de todos los biennacidos.
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