Gabrio Zappelli, maestro del guión

“Hoy, les vamos a tirar tomates podridos”. Delante de la pizarra, un grupo de estudiantes se encuentra en silencio, atento, esperando si va a

“Hoy, les vamos a tirar tomates podridos”. Delante de la pizarra, un grupo de estudiantes se encuentra en silencio, atento, esperando si va a haber un voluntario que pase al frente.

La silla catártica es un ejercicio conocido por los alumnos de Gabrio Zappelli. En este, cada persona se sienta al frente de la clase y lee una propuesta de historia que, eventualmente, se convertirá en un guión audiovisual. A lo largo de la lectura, se van haciendo observaciones y críticas ácidas con el fin de pulir el producto final.

De nacionalidad italiana y radicado en Costa Rica, Zappelli ha trabajado en cine, televisión y teatro, tanto en grandes producciones como en propuestas pequeñas y alternativas. Además, combina su trabajo profesional con la docencia universitaria y la investigación semiótica de las artes.

Ha desempeñado los cargos de jefe de guionistas de televisión, dramaturgo, escenógrafo y director escénico. Llevó a cabo el montaje en este país de su obra La Trampa Perfecta (1998), fue laureado en diversos festivales de cine por la dirección artística de la película Princesas Rojas (2013), y, actualmente, funge como director de la Escuela de Arte Escénico de la Universidad Nacional (UNA).

Discípulo de Umberto Eco y de Osvaldo Desideri, nos recibió, durante una tarde lluviosa de octubre, en su despacho, arriba del teatro Atahualpa del Cioppo en la UNA, entre caballetes y maniquíes.

En la voz de Gabrio Zappelli se percibe la maestría de alguien que conoce su oficio. Al final, resulta agridulce no poder conocerlo a cabalidad y solamente destinar unas cuantas líneas a su visión, su trabajo y su vida.

LAS CIUDADES INVISIBLES DEL CELULOIDE

Egresado de la Universidad de Bolonia, en la cual solía trabajar entre la semiótica y la lingüística, Zappelli comenzó a trabajar en el cine y en el teatro.

Al ser producciones oficiales, tuvo la oportunidad de manejar los guiones de grandes escritores como Nicola Badalucco, conocido por trabajar con el director italiano Luchino Visconti; en ese momento, pudo entender cómo ellos planteaban un guión. Así se comenzó a interesar por el estudio de la escritura audiovisual.

El guión cinematográfico o audiovisual es la semilla de un proyecto específico. Cuando se trata de una ficción, esta marca los puntos dramáticos que la historia va a seguir. El trabajo es arduo, ya sea si el relato es original o es una adaptación, porque implica mucha experiencia en el manejo del lenguaje audiovisual.

Autores como Billy Wilder, Paddy Chayefsky, Stanley Kubrick y Quentin Tarantino son reconocidos por escribir para el celuloide, faena que combina elementos técnicos y literarios.

Para Zappelli, la escritura cinematográfica es una operación que sustituye la puesta en escena, la película en sí. Por esto, el trabajo literario puede ser relativo ya que el guión es un dispositivo técnico que, obviamente, si está bien planteado, resulta inspirador para el director y para el productor, quien compra el proyecto.

“Aunque haya un componente literario muy importante, el trabajo de escritura literaria es supeditado a la producción; o sea, supeditado a que tenga un sentido cinematográfico”, resalta el dramaturgo.

Así, el profesional en guión debe entender la técnica de redacción audiovisual para la construcción de la narración; es decir, cómo montar un tipo de eventos en un flujo de tiempo determinado para que estos tengan una respuesta en los espectadores con un crecimiento dramático y emocional.

Por otro lado, es necesario que el escritor sea culto. “La cultura está ligada a la verosimilitud, a la necesidad de construir con el público una especie de contrato, de pacto, en el que el este cree lo que el guionista le dice”.

No obstante, Zappelli señala que también se puede trabajar con una audiencia especial, con la cual se dialoga, se profundizan ciertos temas. Este es el caso de Woody Allen, quien, por ejemplo, toma el judaísmo para ejecutar una desacralización irónica a través de una referencia cultural.

“ARISTÓTELES NO TIENE LA CULPA”

Aunque existan varios modelos de narración, todos buscan el enganche del público para producir un efecto en este.

Zappelli recuerda que la estructura tradicional del guión es conocida como neoaristotélica, aunque, en realidad, Aristóteles no tenga mucha responsabilidad: en su obra La Poética, se planteaba la posibilidad de una construcción dramatúrgica para tener una buena respuesta con una determinada audiencia.

“Esta visión aristotélica de un cierto tipo de teatro fue peleada y contestada por otros dramaturgos. Por ejemplo, uno de los mayores contrarios fue Bertolt Brecht”.

La ‘antipoética’ de Brecht buscaba que el público tuviera una ‘mirada a cámara’ para reflexionar sobre el evento; es decir, tomar una distancia de la situación dramática para ‘conversar con la mente’ y generar una visión política sobre lo que se estaba presenciando.

En contraposición, el filósofo griego hablaba de mímesis: se pretendía que, a través de la verosimilitud, el público estuviera completamente involucrado en el evento dramático. En otras palabras, se deseaba su cercanía y no su alejamiento.

TRABAJAR EN EL TRÓPICO

Corría el año 1995 y Zappelli trabajaba con el escenógrafo Osvaldo Desideri, quien venía de recibir el premio Óscar por la dirección artística de El Último Emperador (1987).

Estaba en Roma y fue contratado para hacer el scouting (búsqueda de locaciones) de una producción que se realizaría en Costa Rica. El proyecto consistía en una historia cómica protagonizada por el actor Bud Spencer, conocido por su participación en spaghetti westerns.

“Entonces vinimos acá, comenzamos a construir, realizamos como 180 sets diferentes; fue un trabajo enorme”, recuerda.

Después de finalizar lo que sería una mini-serie de seis episodios titulada No Somos Ángeles (1997), la Universidad de Costa Rica le propuso a Zappelli dar varias clases. En el trayecto, le comenzaría a gustar el país hasta el punto que decidió quedarse. 

Así, durante el boom de la serialidad televisiva costarricense de los años 90, fue contratado por la productora La Mestiza como jefe de guionistas de El Barrio y, posteriormente, de La Pensión.  En esta labor, enfrentó muchos retos; entre estos, darse cuenta de que, en el país, el guión era considerado casi que un libreto teatral al no contar con una construcción visual.

“Encontré más directores arrogantes que criticaban a los guionistas y que, en realidad, no tenían la capacidad de descifrar un guión, de leerlo, de detectar qué se necesitaba para hacer la traducción en la puesta en escena”.

Su paso por la televisión nacional es analizado en el libro El fin de la teleserie en Costa Rica (2008).  En este, da cuenta de su experiencia y denuncia el fracaso de un proceso que, al inicio, fue exitoso.

Por razones de patrocinios, la producción de El Barrio decidió convertir la serie en una propuesta cómica, con una duración menor, y crear otra: La Pensión. De esta forma, se garantizaba una estabilidad financiera.

No obstante, nunca se le informó al público del cambio. Zappelli considera que se traicionó el contrato pasional, un pacto tácito establecido entre la audiencia y la producción, el cual media lo que se espera de una serie de televisión.

Así, hay acuerdos ‘firmados’ con el público para que este disfrute del producto a partir de elementos que se mantienen serialmente.

“Si en la serie de televisión Hannibal de pronto llegaran los marcianos, a uno no le gustaría porque en el contrato no se prevé que haya una cuestión de este tipo. Igualmente, en otras series de marcianos tampoco está previsto que haya asesinos en serie”.

Zappelli se retiró de ambos proyectos debido a que la producción consideró innecesario el puesto de un director de guionistas. “Al no haber un control de calidad, el trabajo se vino abajo. Entonces, la propuesta se desarmó”, recalca.

RETOS DEL CINE NACIONAL

Como estudioso del guión cinematográfico, Zappelli considera que, en este campo, las producciones costarricenses tienen muchas debilidades. Una de estas consiste en que no hay una constancia de trabajo.

En este sentido, recuerda que, a la hora de realizar una investigación, se percató de que no quedaban copias del guión original de la película Password (2002). Por esto, tuvo que reconstruirlo él mismo.

Asimismo, considera que el cine nacional tiende a carecer de guiones con una  elaboración cinematográfica completa.

Por ejemplo, en El Camino (2008) no hay una construcción dramatúrgica, generando que la película sea percibida como un documental y no como un trabajo narrativo. Otro caso es El Cielo Rojo (2008), filme que tuvo mucho éxito debido a sus diálogos típicamente costarricenses. No obstante, este tiene una construcción narrativa que no evoluciona.

Un caso paradigmático, citado por Zappelli, es el de Asesinato en el Meneo (2001), en el cual se ‘engaña al público’. Cuando la película inicia, un personaje muere, teniendo como consecuencia el intento de encontrar al autor del crimen a lo largo de la historia. No obstante, al final se descubre que este simplemente se durmió. “O sea, se golpeó la cabeza, se durmió por un tiempito y luego se despertó”.

Para Zappelli, el público debe ser respetado. “En un cierto sentido, se le tiene que devolver el tiempo que está invirtiendo y el esfuerzo que está haciendo para otorgar verosimilitud a algo que no lo es”.

EL ARTISTA

Una vida dedicada al estudio y ejecución de las artes no está exenta de polémica. En Italia, Zappelli protagonizó un episodio en el que fue investigado judicialmente simplemente por enviar tarjetas postales.

Cuando estaba realizando el servicio militar, tenía la costumbre de mandar tarjetas postales como regalo a ciertos amigos. Estas tenían un mensaje si se montaban en grupos de seis o nueve. De repente, las tarjetas dejaron de llegar a los destinatarios. Sin conocer el fondo del misterio, el joven Gabrio decidió ponerle fin al proyecto con un pequeño teatrito.

A la hora de enviar el último obsequio, fue arrestado por la policía. Debido a la cercanía del cuartel en el que se encontraba con la antigua Yugoslavia, y a las ‘extrañas’ postales, se pensó que era un espía.

Zappelli se daría cuenta, en ese momento, de que sus tarjetas llevaban seis meses de ser investigadas. Además, en siete de estas él salía sin ropa, tergiversando una ley italiana que permitía enviar por correo desnudos femeninos pero no masculinos. Por esta razón, tendría que afrontar un juicio.

“Le iba a preguntar a Umberto Eco si quería defenderme porque era una cosa muy vacilona, pero en aquel periodo no estaba en la universidad”, recuerda con hilaridad.

Inicialmente, se defendió solo, teniendo como resultado una condena a dos meses de prisión y una multa muy grande. Sin embargo, su familia contrató a un abogado que logró solucionar el caso.

“Lo que yo hacía era una operación artística, conceptual; me hicieron pasar como un tontillo que había hecho estas cosas a manera infantil sin darse cuenta de las consecuencias que podían tener”.

Justamente, de su periodo de estudiante, recuerda a Umberto Eco, semiotista y escritor de renombre mundial, de quien fue discípulo en la Universidad de Bolonia.

Subraya que impartía lecciones en un aula magna, donde tenía siete u ocho pizarras muy largas; comenzaba a escribir de la parte izquierda y, al llegar al fondo, terminaba la clase. “Era como una especie de guión que escribía de inicio al final”.

Además, recalca el carácter abierto de Eco. Incluso, señala que una vez participó de una iniciativa estudiantil que consistía en un falso Congreso. En este, todos los congresistas exponían “tonteras”. Eco realizó su no-conferencia, mientras repartían confites a los participantes.

La vida y lecciones de Gabrio Zappelli recuerdan que el propósito final del arte es vivirlo, experimentarlo, fundirse en este, ya sea para entenderlo o para transgredir cánones.

Habiendo trabajado en dos lugares tan disímiles, como Italia y Costa Rica, Zappelli tiene clara la importancia del arte en una sociedad: aportar identidad. Al final, este maestro del guión no titubea al señalar la deuda del público costarricense: “creer más en la producción simbólica propia”.

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