George Orwell Los escritores y el Leviatán

La Revolución, de acuerdo con Dickens, es simplemente un monstruo engendrado por la tiranía que siempre termina por devorar sus propios instrumentos.George Orwell,»Charles Dickens»

La Revolución, de acuerdo con Dickens, es simplemente un monstruo engendrado por la tiranía que siempre termina por devorar sus propios instrumentos.

George Orwell,

«Charles Dickens»

No he escrito una sola novela en siete años, pero espero escribir una pronto. Seguro será un fracaso, cada libro es un fracaso, pero sé con cierta claridad qué tipo de libro es el que quiero escribir.

George Orwell,

«Why I Write»

(dos años antes de escribir 1984)

La posición del escritor en una época de control estatal ha sido ya bastante discutida, a pesar de que todavía no se pueda tener acceso a la mayoría de las evidencias pertinentes. No es mi deseo expresar aquí ninguna opinión ni a favor ni en contra del mecenazgo del Estado a las artes, sino simplemente hacer notar que la clase de Estado que nos rige debe depender, parcialmente, del ambiente intelectual predominante: me refiero, en este contexto, a la actitud de los escritores y artistas, y a su disposición para mantener vivo el espíritu del liberalismo. Si en diez años nos descubrimos adulando a alguien como Zhdanov, posiblemente será porque eso es lo que nos merecemos. Obviamente, al interior de la intelligenza literaria inglesa ya están operando fuertes tendencias hacia el totalitarismo. Pero no me voy a ocupar ahora de ningún movimiento organizado y consciente, como el comunismo, sino solamente del efecto que el pensamiento político tiene sobre la gente de buena voluntad y de la necesidad de asumir una postura política.

Esta es una época política. Todos los días pensamos en la guerra, en el fascismo, en los campos de concentración, los garrotes, las bombas atómicas, etcétera, y, en consecuencia, es también en gran medida sobre lo que escribimos, aunque no lo mencionemos explícitamente. No podemos evitarlo. Cuando estamos en un naufragio, pensamos en naufragios. Pero no sólo nuestro tema se limita, sino que toda nuestra actitud hacia la literatura se ve matizada por lealtades que, por lo menos intermitentemente, reconocemos que no son literarias. Con frecuencia tengo la sospecha de que, aún en sus mejores momentos, la crítica literaria es fraudulenta, pues en ausencia de alguna regla aceptada -cualquier referencia externa que pueda dar significado a la afirmación de que tal o cual libro es «bueno» o «malo»- todo juicio literario consiste en inventar una serie de normas para justificar una preferencia instintiva. Cuando un libro nos provoca una reacción, si es que nos la provoca, generalmente decimos «este libro me gusta» o «no me gusta», y después le sigue la interpretación racional. Pero «este libro me gusta» sí es, a mi juicio, una reacción literaria ; la no literaria sería «este libro está de mi lado, y por lo tanto, le debo encontrar méritos». Por supuesto, cuando un libro se elogia por motivos políticos, se puede ser sincero emocionalmente, en el sentido de que uno en verdad lo aprueba profundamente, pero también ocurre con frecuencia que la solidaridad de partido exige que se mienta. Cualquiera que haga crítica literaria para publicaciones políticas lo sabe bien. Generalmente, si uno escribe para un periódico con el que se está de acuerdo, peca por comisión, y si se escribe para la oposición, por omisión. En todo caso, una enorme cantidad de libros polémicos -a favor o en contra de la Rusia Soviética, a favor o en contra del sionismo, a favor o en contra de la Iglesia católica, etcétera- son juzgados antes de haberlos leído y, de hecho, incluso antes de haber sido escritos. Uno sabe de antemano qué recepción tendrán, y en qué periódicos. Y sin embargo, con una deshonestidad casi inconsciente, se mantiene la pretensión de que se aplicaron normas realmente literarias.

Es evidente que la invasión de la política en la literatura de todos modos tenía que darse. Hubiera sucedido aun si el problema del totalitarismo nunca hubiera surgido, porque nosotros hemos desarrollado una especie de remordimiento que nuestros abuelos no tenían, una conciencia de la gran injusticia y miseria que existen en el mundo, y estamos heridos de un sentimiento de culpa porque deberíamos hacer algo al respecto, lo cual vuelve imposible una actitud puramente estética ante la vida. Hoy, nadie podría dedicarse exclusivamente a la literatura, como lo hicieron Joyce o Henry James. Pero desgraciadamente, aceptar una responsabilidad política en la actualidad significa ceder ante las ortodoxias y la «línea del partido», con toda la tibieza y la deshonestidad que eso implica. A diferencia de los escritores victorianos, nosotros tenemos la desventaja de vivir en medio de ideologías políticas bien definidas y de poder reconocer, de un solo vistazo, los pensamientos heréticos. Un literato moderno vive y escribe en medio de un miedo constante -y ciertamente no a la opinión pública en su sentido más amplio, sino a la opinión pública al interior de su propio grupo. Generalmente, por suerte, hay más de un grupo, pero también, en un momento dado, existe una ortodoxia dominante, la cual, si tienes el coraje de ofender, te puede dejar con la mitad de tu salario por un buen rato. Obviamente, durante los últimos quince años la ortodoxia dominante, especialmente entre los jóvenes, ha sido la «izquierda». Las palabras clave son «progresista», «democrático» y «revolucionario», mientras que las etiquetas que debes evitar a toda costa son «burgués», «reaccionario» y «fascista». En estos tiempos, todos son «progresistas», incluso la mayoría de los católicos y de los conservadores, o por lo menos eso es lo que desean parecer. Hasta donde yo sé, nadie se describe a sí mismo como un «burgués», así como tampoco nadie con la suficiente educación como para haber escuchado el término, admitiría jamás ser culpable de antisemitismo. Todos somos buenos demócratas, antifascistas, antiimperialistas, todos estamos en contra de las diferencias de clase y ninguno tenemos prejuicios de color, etcétera, etcétera. No hay duda de que la izquierda ortodoxa actual es mejor que la esnob e hipócrita ortodoxia conservadora que prevalecía hace veinte años, cuando el Criterio y (en menor medida) el London Mercury eran las revistas literarias dominantes. Pues, por lo menos, su objetivo implícito es una sociedad viable que mucha gente realmente desea. Pero también contiene sus propias mentiras que, al no poder ser admitidas, hacen imposible una discusión seria de ciertas cuestiones.

Toda la ideología de izquierda, científica y utópica, fue desarrollada por gente que no aspiraba al poder inmediato. Por eso fue radical y profundamente desdeñosa de reyes, gobiernos, leyes, prisiones, fuerzas policíacas, ejércitos, banderas, fronteras, patriotismos, religión, moral convencional y, de hecho, de todo el sistema existente. Hasta donde nos alcanza la memoria, en todos los países las fuerzas de la izquierda luchaban en contra de una tiranía en apariencia invencible, y era fácil asumir que si tan sólo esa tiranía en particular -el capitalismo- pudiera ser derrocada, llegaría el socialismo. Además, la izquierda heredó del liberalismo ciertas creencias claramente cuestionables, como que la verdad triunfará y que la persecución se derrota a sí misma, o que el hombre es bueno por naturaleza y sólo es corrompido por su entorno. Esta ideología perfeccionista continúa en la mayoría de casi todos nosotros, y es en su nombre que protestamos cuando (por ejemplo) un gobierno laborista vota a favor de pagar grandes sumas de dinero a las hijas del rey, o titubea frente a la nacionalización del acero. Pero nosotros también hemos acumulado en la memoria toda una serie de contradicciones no admitidas que son el resultado de sucesivos golpes contra la realidad.

El primer golpe importante fue la revolución rusa. Por razones un tanto complejas, la izquierda inglesa, en su mayoría, acepta el régimen ruso como «socialista», cuando en silencio reconoce que su espíritu y su práctica son completamente ajenos a lo que en este país se entiende por «socialismo». De ahí que haya una especie de pensamiento esquizofrénico, en el que palabras como «democracia» pueden tener dos significados irreconciliables, y cosas como los campos de concentración o los exilios masivos puedan ser correctos o injustos simultáneamente. El siguiente golpe a la ideología de izquierda fue el surgimiento del fascismo, que sacudió al pacifismo y al internacionalismo de la izquierda sin provocar una redefinición teórica. La ocupación alemana le enseñó a los europeos lo que los colonos ya sabían, a saber, que el antagonismo de clases no es lo único que importa y que hay algo que se llama interés nacional. Después de Hitler ha sido difícil mantener con seriedad que «el enemigo está dentro de tu propio país» y que la independencia nacional carece de valor. Pero aunque todos lo sabemos y actuamos en consecuencia cuando es necesario, de todos modos sentimos que decirlo en voz alta sería una especie de traición. Y por último, la mayor dificultad, la izquierda ya está en el poder y está obligada a asumir la responsabilidad y a tomar decisiones auténticas.

Casi invariablemente, los gobiernos de izquierda desilusionan a sus seguidores porque, aun cuando la prosperidad prometida es factible, siempre existe la necesidad de un período incómodo de transición del cual no se habló previamente. Ahora estamos viendo a nuestro gobierno, en sus desesperados apuros económicos, combatir los efectos de su propia propaganda anterior. La crisis en la que nos encontramos actualmente no es una calamidad repentina e inesperada, como un terremoto, y no fue provocada por la guerra, sino simplemente precipitada por ella. Hace décadas que algo así se veía venir. Ya desde el siglo xix nuestro ingreso nacional, dependiente en parte de los intereses de las inversiones extranjeras, y en parte de nuestros mercados asegurados y de las materias primas baratas de los países colonizados, era extremadamente precario. Era un hecho que, tarde o temprano, algo iría mal y que entonces nos veríamos forzados a equilibrar nuestras importaciones con nuestras exportaciones, y que cuando esto sucediera el nivel de vida británico, incluido el de la clase obrera, tendría que caer, al menos temporalmente. Sin embargo, los partidos de izquierda, aun cuando se ostentaban como antiimperialistas, nunca aclararon esta realidad. En su momento, estuvieron dispuestos a admitir que los trabajadores británicos se beneficiaron, hasta cierto punto, con el saqueo de Asia y África, pero siempre permitieron que pareciera que podíamos renunciar a nuestro botín y, no obstante, de alguna manera ingeniárnoslas para permanecer prósperos. Realmente, en gran medida, el socialismo atrajo a los trabajadores haciéndolos conscientes de su explotación, cuando la verdad brutal era que, a nivel mundial, ellos eran los explotadores. Ahora hemos llegado al punto en el que, a todas luces, el nivel de vida de la clase obrera ya no puede ser sostenido, y mucho menos elevado. Aun si exprimiésemos la riqueza hasta agotarla, la masa tendría que consumir menos o producir más. ¿O acaso exagero el caos en el que estamos? Puede ser, y me alegraría estar equivocado. Pero al punto al que quiero llegar es que entre los seguidores leales a la izquierda, este problema no se puede discutir con sinceridad. La baja en los salarios y el aumento en las horas de trabajo son medidas inherentemente antisocialistas y, por lo tanto, deben descartarse de antemano, cualquiera que sea la situación económica. Proponer que son inevitables es, sencillamente, arriesgarse a ser señalado con esas etiquetas a las que todos les tenemos terror. Es mucho más seguro evadir el asunto y pretender que podemos arreglar todo redistribuyendo el ingreso existente.

Al aceptar una ortodoxia siempre se heredan contradicciones. Tomemos, por ejemplo, el hecho de que toda la gente sensible siente repulsión por el industrialismo y sus productos, y aún así, está consciente de que la conquista de la pobreza y la emancipación de la clase trabajadora demanda no menos industrialización, sino más y más. O el hecho de que ciertos trabajos son absolutamente necesarios, pero nunca se harían si no fuera bajo cierta clase de presión. O el hecho de que es imposible tener una política extranjera positiva sin una fuerza armada poderosa. Los ejemplos pueden multiplicarse. Para cada uno de estos casos existe una conclusión perfectamente sencilla, pero a la que sólo se puede llegar si, en privado, somos desleales a la ideología oficial. La reacción normal es guardar la pregunta, sin respuesta, en un rincón de la mente, y continuar repitiendo reclamos contradictorios. No es necesario investigar mucho en reseñas y revistas para descubrir los efectos de este pensamiento.

Por supuesto, no estoy sugiriendo que la deshonestidad intelectual sea privativa de los socialistas o de los izquierdistas en general, o que sea más común entre ellos. Es simplemente que la aceptación de cualquier disciplina política parece ser incompatible con la integridad literaria. Esto es igualmente aplicable a movimientos como el pacifismo y el personalismo que pretenden estar fuera de la lucha política ordinaria. Verdaderamente, la sola terminación -ismo parece traer consigo el olor a propaganda. Las lealtades grupales son necesarias y, sin embargo, venenosas para la literatura, en tanto producto individual. En el instante en el que se admite cualquier influencia en la escritura creativa, aunque sea negativa, el resultado no sólo será la falsificación, sino a menudo, también, la aridez en la creatividad.

Muy bien, ¿y después, qué? ¿Tendríamos que concluir que el deber de todos los escritores es «mantenerse al margen de la política»? ¡Por supuesto que no! En todo caso, como ya dije, ningún ser pensante, en una época como ésta debe, ni puede, mantenerse ajeno a la política. Unicamente sugiero que deberíamos trazar una línea más definida entre nuestras lealtades políticas y literarias, y reconocer que la disposición a hacer ciertas cosas desagradables pero necesarias no implica la obligación de tragarse la opinión que conllevan. Cuando un escritor se compromete políticamente, debería hacerlo como un ciudadano, como un ser humano, pero no como escritor. No creo que tenga derecho, con base únicamente en su sensibilidad, a evadir el trabajo sucio de la política. Debería estar preparado, como cualquier otro, para dar conferencias en lugares desvencijados, hacer pintas, solicitar votos, repartir folletos e incluso pelear en una guerra civil si fuera necesario. Pero jamás debería escribir de lo que hace en favor del partido. Debería dejar asentado que su literatura es cosa aparte. Debería ser capaz de cooperar, pero al mismo tiempo, si así lo decidiera, de rechazar totalmente la ideología oficial. Jamás debería frenar el curso de su pensamiento por el hecho de que pudiera conducir a una herejía, y no debería preocuparse mucho de si su heterodoxia se intuye, que es lo más probable. Tal vez hasta sería una mala señal que en estos tiempos no se sospechara de las tendencias reaccionarias de un escritor, así como hace veinte años era mala señal si no se sospechaba de su simpatía por el comunismo.

¿Pero acaso todo esto significa que un escritor no solamente debiera rechazar la línea de los jefes políticos, sino también abstenerse de escribir sobre política? Una vez más, ¡por supuesto que no! No hay razón por la que no deba escribir de política crudamente, si así lo desea. Pero debe hacerlo como individuo, como alguien al margen, a lo sumo, como una guerrilla indeseada en el flanco de un ejército regular. Esta actitud es perfectamente compatible con la utilidad política ordinaria. Resulta muy razonable, por ejemplo, estar dispuesto a pelear en una guerra porque uno piensa que la guerra debe ser ganada, y al mismo tiempo, negarse a escribir propaganda sobre la misma. A veces, cuando un escritor es honesto, puede ser que su obra y sus actividades políticas se contradigan. En ocasiones, eso puede ser francamente desventajoso: pero entonces el remedio no está en falsear nuestro impulso, sino en guardar silencio.

Sugerir que un escritor creativo, en épocas de conflicto, debe dividir su vida en dos puede parecer derrotista o frívolo: pero no veo qué otra cosa pueda hacerse en la práctica. Encerrarse en una torre de marfil es imposible e indeseable. Rendirse subjetivamente, no sólo a la maquinaria de un partido, sino aun a la ideología de un grupo, es destruirse como escritor. Este dilema es doloroso, porque vemos la necesidad de comprometernos políticamente y, al mismo tiempo, sabemos que es un juego sucio y degradante. Y en la mayoría de nosotros persiste el convencimiento de que cada elección, incluso cada elección política, se halla entre el bien y el mal, y que si una cosa es necesaria entonces también es correcta. Creo que debemos deshacernos de esta creencia infantil. En política, lo más que uno puede lograr es decidir cuál de los dos males es el menor, y existen ciertas situaciones de las que uno sólo puede escapar actuando como un demonio o como un lunático. La guerra, por ejemplo, puede ser necesaria, pero no es ni justa ni cuerda. Inclusive una elección general no es, exactamente, un espectáculo agradable o edificante. Si se tiene que participar en estas cosas -y pienso que sí se debe, a menos que uno se escude tras la coraza de la vejez, la estupidez o la hipocresía- entonces también se debe conservar íntegra una parte de sí mismo. Para la mayoría de la gente el problema no surge de la misma manera, porque sus vidas ya están divididas. Sólo están realmente vivos en sus horas libres, y no existe ningún lazo emocional entre su trabajo y su actividad política. Y por lo general, tampoco se les pide, en nombre de la lealtad política, que se traicionen como trabajadores. Al artista, y especialmente al escritor, eso es exactamente lo que se le pide -de hecho, es lo único que le piden los políticos. Si se rehusa, eso no significa que esté condenado a la inactividad. Una mitad de él, que en cierto sentido es la totalidad de sí mismo, puede actuar con tanta firmeza, incluso con violencia si fuera necesario, como cualquier otro. Pero su obra, si ha de tener algún valor, siempre será el producto de la parte más sana de su ser, ésa que se mantiene al margen, la que toma nota de lo que se hace y reconoce su necesidad, pero se niega a ser engañada en cuanto a su verdadera naturaleza.

Traducción de Helena Guardia, de La Jornada.

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