¿Mago o simple mistificador? Pocos filósofos habrá que despierten tan escasa simpatía personal como Martin Heidegger. Bajo de estatura, con «cara de pocos amigos» en la que rara vez se dibuja una sonrisa, puede adivinárselo un ser carente de jovialidad. Era un sobrio profesor, estirado y pedante, y de voz atiplada, tal como puede constatarse al escuchar alguna de las grabaciones de sus seminarios de los años sesenta. Por si no sobrasen argumentos ad personam, sus coqueteos con el nazismo le han granjeado una notable antipatía. Pero la importancia de la copiosa obra de ese hombrecillo vestido absurdamente con el traje regional de su Selva Negra natal nunca termina de elogiarse lo suficiente.
El mito Heidegger se fraguó muy pronto; ya desde sus primeras clases en Marburgo y, luego, en Friburgo de Brisgovia, suscitó el entusiasmo de sus alumnos, entre los cuales se encontraban futuros pensadores de la talla de Hannah Arendt o Gadamer. Todos alabaron la magia que despedía su poco agraciada persona, el atractivo desacostumbrado que sabía conferir a su discurso con el que exprimía los conceptos y hacía de la lengua alemana un instrumento del pensar, tal como lo fuera en la Antigüedad clásica el lenguaje visionario de los griegos. Y es que Heidegger buscaba en su propia lengua la aproximación al «ser», la esencia de eso que se confunde y queda olvidado en el devenir, en la inmediatez ajetreada de la existencia humana. Su objeto de estudio es, pues, principalmente la ontología, la «ciencia» del ser. La criatura humana ocupa un lugar prominente en dicha ontología, pues no otra es la puerta que franquea la entrada a la comprensión de la esencia del ser. Así, las indagaciones de Heidegger se centraron en un principio en la existencia humana y su esencia, su ser temporal, seguro trampolín desde donde procedería a dar el salto y zambullirse en la búsqueda de esa esencia de las cosas que acaso hubiera algún modo de penetrar.
Su obra capital, Ser y tiempo (1927), proporcionó a Heidegger fama internacional. El carácter un tanto hermético de la obra favorecía que cada cual extrajera de ella lo que quisiera; no pocos fueron los seducidos por esa nueva manera de pensar y se dio el fenómeno de que muchos estudiantes comenzaran a hablar como su profesor, que heideggerizaran y adoptasen el lenguaje de su ídolo, pero no lo que pretendía ser un contenido. Mientras, Heidegger se servía del lenguaje como vehículo _siempre imperfecto_ para captar lo inaprehensible. No hay lugar para el «sentimiento» en las obras de Heidegger, ni tampoco se observa en ellas esa sana intención propedéutica que animaba a los filósofos, acaso más humanos, a enseñar a bien vivir o a bien morir. El severo profesor admiraba al más arduo Platón de los diálogos Sofista o Parménides; al intrincado e inteligible Aristóteles de las categorías y la lógica… Todo en Heidegger es discurso que pretende ir más allá de la lógica, indagar en lo que sus admirados predecesores dejaron sin respuesta: al forzar los principios lógicos, los invalida. Ello ha suscitado odios inveterados (Edaf acaba de publicar un ensayo de Mario Bunge en el que éste tacha a Heidegger y a sus imitadores de meros charlatanes universitarios). Ortega, con ese sentido común suyo tan característico, afirmó haber dicho ya en alguna ocasión «lo mismo que Heidegger»…, pero de manera un poco más sencilla. Lo cierto es que el filósofo de Messkirch continúa suscitando pasiones y siempre será instructivo leer sus obras más renombradas.
Hitos (Wegmarken) se publicó en 1976 como recopilación de varios textos breves ya publicados en vida de Heidegger y esenciales para conocer la evolución de su pensamiento. El primero de los títulos incluidos, «Anotaciones a la Psicología de las visiones del mundo de Karl Jaspers», data del año 1919, y el último, «La tesis de Kant sobre el ser», de 1961. Entre ambos escritos hallamos «hitos» tan fundamentales como «¿Qué es metafísica?» (1929), «La doctrina platónica de la verdad» (1930) o la célebre «Carta sobre el «Humanismo»» (1946), puesta ahora de moda por Sloterdijk y que Alianza publica también, acertadamente, en libro de bolsillo. Otros textos no menos señeros acompañan a los mencionados: «De la esencia del fundamento» (1929), «De la esencia de la verdad» (1930) _indispensable para comprender el giro de Heidegger tras Ser y tiempo_, además de algún otro opúsculo menos conocido, como «Hegel y los griegos» (1958). La mayor parte de los textos mencionados fueron concebidos como conferencias. Se trata, por tanto, de actos de habla donde el hablar es pensar; en ello radicaba la magia que los estudiantes alababan en Heidegger; el «pequeño mago» enseñaba verdaderamente a pensar, puesto que a través de su palabra era el propio ser del lenguaje el que «hablaba», pugnando por transmitir «lo esencial».
De entre los textos que componen Hitos, traducidos con absoluta dignidad _cosa harto difícil tratándose de un lenguaje tan críptico_, destacamos brevemente «¿Qué es metafísica?» y «Carta sobre el «Humanismo»». El primero es emblemático y en él se observa a la perfección el método pensante de Heidegger; éste trata de definir qué es la metafísica dando un largo rodeo, a través de la pregunta por la nada: eso de lo que la ciencia «no quiere saber absolutamente nada». ¿Qué es esta nada de la que tanto se ignora?, se pregunta Heidegger. La respuesta parece inexistente, puesto que es imposible responder que la nada sea algo sin contradecir las leyes de la lógica: no se puede ser y no ser al mismo tiempo. Sin embargo, Heidegger indaga más allá de la lógica y concluye que la nada es anterior al ser y más originaria incluso que «el no y la negación»; además, que el ser humano conoce la nada mediante la experiencia de la angustia: ésta es donde se revela el ser de la nada. Y al fin, la ansiada respuesta acerca de la pregunta inicial: la metafísica sería el acontecimiento fundamental de la existencia; en ella, el ser humano va más allá de toda lógica en su preguntar y la cuestión fundamental es clara y siempre la misma y carente de respuesta: «¿Por qué hay ente y no más bien nada?» El mágico final es digno de uno de los mejores diálogos de Platón. Kierkegaard parece resonar en el texto; también el Existencialismo lo tomará como bandera; apenas unas frases señeras y ya tenemos al «ser frente a la nada», la ausencia de Dios y el vacío existencial… Heidegger, sin embargo, nunca se consideró existencialista en el sentido sartreano: siempre rechazó los «ismos» y las limitaciones que imponen; a ello se refiere en «Carta sobre el «Humanismo»». En ésta reivindica el pensar y la filosofía como actos puros, ubicados más allá de las ciencias y de los compromisos con «lo público». Menos exigencias a la filosofía y más pensar, menos literatura y más cuidado por la letra: tal es el espíritu combativo que muestra un autor que jamás se retractó de sus tratos con el nazismo.
Un verdadero tratado de ontología lo constituye Los problemas fundamentales de la fenomenología (publicado ahora por primera vez en España), donde se reúnen lecciones impartidas en Marburgo en 1927. El texto es denso, la esforzada y excelente traducción ayuda a comprender un poco mejor lo que en un primer vistazo parece ciertamente hermético. Heidegger repasa algunos de los problemas más acuciantes de la tradición ontológica, desde Aristóteles a Kant, y, siguiendo su método elíptico, trata de responder a cuestiones fundamentales a través de la explicación de problemas particulares. Cualquiera de los dos volúmenes servirá para introducirse en el pensamiento de Heidegger o para sentir el dudoso placer de constatar una y otra vez que su palabra sigue hechizándonos y llenándonos de perplejidad; como el prestidigitador del que sabemos que burla al público pero del cual somos incapaces de descubrir los pases mágicos con que lo ilusiona.